sábado, 30 de enero de 2010

Sherlock Holmes - Jorge Luis Borges

No salió de una madre ni supo de mayores.
Idéntico es el caso de Adán y de Quijano.
Está hecho de azar. Inmediato o cercano
lo rigen los vaivenes de variables lectores.
No es un error pensar que nace en el momento
en que lo ve aquel otro que narrará su historia
y que muere en cada eclipse de la memoria
de quienes lo soñamos. Es más hueco que el viento.
Es casto. Nada sabe del amor. No ha querido.
Ese hombre tan viril ha renunciado al arte
de amar. En Baker Street vive solo y aparte.
Le es ajeno también otro arte, el olvido.
Lo soñó un irlandés, que no lo quiso nunca
y que trató, nos dicen, de matarlo. Fue en vano.
El hombre solitario prosigue, lupa en mano,
su rara suerte discontinua de cosa trunca.
No tiene relaciones, pero no lo abandona
la devoción del otro, que fue su evangelista
y que de sus milagros ha dejado la lista.
Vive de un modo cómodo: en tercera persona.
Atiza en el hogar las encendidas ramas
o da muerte en los páramos a un perro del infierno.
Ese alto caballero no sabe que es eterno.
Resuelve naderías y repite epigramas.
Nos llega de un Londres de gas y de neblina.
Un Londres que se sabe capital de un imperio
que le interesa poco, de un Londres de misterio
tranquilo, que no quiere sentir que ya declina.
No nos maravillemos. Después de la agonía,
el hado o el azar (que son la misma cosa)
depara a cada cual esa suerte curiosa
de ser ecos o formas que mueren cada día.
Que mueren hasta un día final en que el olvido,
que es la meta común, nos olvide del todo.
Antes que nos alcance, juguemos con el lodo
de ser durante un tiempo, de ser y de haber sido.
Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una
de las buenas costumbres que nos quedan. La muerte
y la siesta son otras. También es nuestra suerte
convalecer en un jardín o mirar la Luna.

Los Conjurados

miércoles, 27 de enero de 2010

Tu Nombre - Jaime Sabines

Trato de escribir en la oscuridad tu nombre.
Trato de escribir que te amo.
Trato de decir a oscuras todo esto.
No quiero que nadie se entere,
que nadie me mire a las tres de la mañana
paseando de un lado a otro de la estancia,
loco, lleno de ti, enamorado.
Iluminado, ciego, lleno de ti, derramándote.
Digo tu nombre con todo el silencio de la noche,
lo grita mi corazón amordazado.
Repito tu nombre, vuelvo a decirlo,
lo digo incansablemente,
y estoy seguro que habrá de amanecer

lunes, 25 de enero de 2010

Los escritores predilectos de Ernesto Sábato

Yo fui un chico solitario, apartado de los juegos y de las travesuras que alegran la vida de los niños. Encerrado en mi cuarto, como detrás de una ventana, por las tardes veía pasar la vida. Y ya desde entonces mi salvación provino del arte. Pasaba las horas tirado en el piso, panza abajo, dibujando con las pinturitas que me compraba mi hermano Pancho. Pero imborrable es el recuerdo de mis primeras lecturas. Fue Pepe, “el loco Sábato”, el que luego se escaparía con un circo, el que me inició en la magia infinita de los libros. Él amaba el teatro, siempre andaba buscando un papel, por modesto que fuera, para poder actuar. Y todos sus ahorros iban a la colección Bambalinas que editaba grandes obras de teatro en pequeñas ediciones populares. Allí conocí a Tolstoi, y la tapa del libro, ilustrada con una troika, está indisolublemente unida en mi alma a la gratitud por aquel escritor que tanto enriqueció mi infancia. Para los 12 años yo ya había leído toda aquella colección que incluía autores de sainetes tanto como autores de la gravedad de Ibsen.

Otra posta en la que encontró reposo mi alma angustiada fue, ya en el Colegio Secundario de La Plata, su Biblioteca. Y lo pongo con mayúscula porque fue un Templo para mí, adonde llegué como un verdadero peregrino. El bibliotecario era como el portero del cielo a quien le es dado abrir las puertas de un mundo prodigioso que venía en volúmenes gastados, y hasta rotosos, que yo luego devoraba en la soledad del cuartito donde vivía, alejado de mi familia, en esas oscuras tardes invernales que ahondan vertiginosamente los pensamientos tristes. Así comenzó mi pasión por la literatura, primero a través de los libros de Salgari y de Julio Verne, y luego, porque un libro lleva inexorablemente a otro, a los más grandes de todos los tiempos, a esos que exploran los abismos del corazón del hombre, y lo rescatan, y lo moldean como una fragua.

¡Qué hubiese sido de mí sin los libros! Por la grandeza de los sentimientos, por la actitud desinteresada y utópica ante la vida, me identifiqué, aunque mejor sería decir me enamoré, del Romanticismo alemán, ese movimiento que produjo uno de los grandes momentos de la historia del arte. Y lo hizo paradójicamente cuando la técnica y el capitalismo estaban dando su gran batalla. De nada de lo que hice después, ni de mis luchas ni de las novelas que escribí, ni de mis cuadros ni de los valores que sustentaron mi vida, están ausentes aquellos creadores que forjaron mi alma. Los Bandidos de Schiller, Hölderlin, Oscar Wilde, Baudelaire, Kafka, London, Goethe y Rousseau. Con el tiempo descubrí a los nórdicos, Ibsen, Stringberg, y a los trágicos rusos que tanto me influyeron: Dostoievski, Tolstoi, Gogol; hasta el Mío Cid y el gran Quijote. Obras a las que una vez y otra vuelvo como quien regresa a una tierra añorada en el exilio donde acontecieron hechos fundamentales de su vida.

Como se puede apreciar en las montañas las distintas eras por las que atravesó la tierra, observando sus quebradas, así, los libros que he frecuentado en cada tiempo de mi vida hablan profundamente de lo momentos cruciales por los que atravesé.

Del mismo modo, cuánta ha sido la influencia en la vida de los hombres, en sus sentimientos, de Dickens, de Gorki, Camus, Miguel Hernández, Pavese y Dostoievski, gran profeta, a quien nada menos que Kierkegaard y Freud nombran como su predecesor. Y qué decir de los libros sagrados como el Corán o la Biblia, que han merecido hasta el sacrificio de la vida.

Porque leer no es un pasatiempo; la lectura verdadera es una re-creación. El libro tiene una vida que le da su autor y otra que va naciendo en el encuentro con el alma de cada lector.

Santos Lugares, diciembre 1999

Ojos que vi con lágrimas - T.S. Eliot

Ojos que vi con lágrimas la última vez
a través de la separación
aquí en el otro reino de la muerte
la dorada visión reaparece
veo los ojos pero no las lágrimas
esta es mi aflicción.

Esta es mi aflicción:
ojos que no volveré a ver
ojos de decisión
ojos que no veré a no ser
a la puerta del otro reino de la muerte
donde, como en éste
los ojos perduran un poco de tiempo
un poco de tiempo duran más que las lágrimas
y nos miran con burla.

Cuando hombres y Fortuna me abandonan - William Shakespeare

Cuando hombres y Fortuna me abandonan,
lloro en la soledad de mi destierro,
y al cielo sordo con mis quejas canso
y maldigo al mirar mi desventura,

soñando ser más rico de esperanza,
bello como éste, como aquél rodeado,
deseando el arte de uno, el poder de otro,
insatisfecho con lo que me queda;

a pesar de que casi me desprecio,
pienso en ti y soy feliz y mi alma entonces,
como al amanecer la alondra, se alza
de la tierra sombría y canta al cielo:

pues recordar tu amor es tal fortuna
que no cambio mi estado con los reyes

domingo, 24 de enero de 2010

¿Por qué leemos?

Quizá el relato más fantástico del año no sea Harry Potter and the Deathly Hallows, sino The Uncommon Reader (El lector poco común), una novela corta de Alan Bennett que imagina que la reina de Inglaterra se convierte de pronto en una lectora voraz en su ancianidad.

En una época en que los libros parecen librar una batalla sisifeana contra las fuerzas de MySpace, YouTube y los realities shows, la noción de que alguien pueda cambiar con tanta rapidez de la indiferencia literaria a una pasión devoradora parece, tristemente, inverosímil.

El problema fue resaltado cuando el National Endowment for Arts divulgó la solemne noticia (¿novedad para quién?) de que los estadounidenses- especialmente los adolescentes y adultos jóvenes- están leyendo menos como una simple diversión. AL mismo tiempo entre aquellos que leen menos la cantidad de lectura también está disminuyendo. Los entrevistados que ocupan jefaturas revelaron que sus subordinados son cada vez más ignorantes cuando se trata de citar una lectura básica o sobre la comprensión de un asunto.

¿Qué hacer delante de estas constataciones? ¿Perdemos todas las esperanzas o las personas un día volverán a ser atraídas hacía los libros? ¿Y qué es, exactamente, lo que convierte a alguien en un amante de los libros que regresa una y otra vez por más?

No existe una respuesta empírica. Si existieran más libros serían vendidos tan bien como Harry Potter o el Código Da Vinci. La gestación de un lector fiel y comprometido es, en algunos aspectos, un proceso mágico formado en parte por fuerzas externas, pero también por una centella de la imaginación.

La gestación de un lector auténtico y comprometido es en cierto modo un proceso mágico, moldeado en parte por fuerzas externas, aunque también por una chispa dentro de la imaginación. Tener padres que leen mucho ayuda, pero no es garantía. Maestros y bibliotecarios dedicados también pueden ser influyentes. Sin embargo, pese a la proliferación de grupos de lectura y blogs literarios, leer es, al final de cuentas, un acto privado.

“Porque las personas leen y lo que ellas prefieren son cuestiones muy personales”, dice Sara Nelson, editora en jefe de la revista especializada Publishers Weekly.

En algunos casos, pedirle a alguien que explique porque lee es una invitación a una refinada racionalización.

Junot Díaz, autor de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, recuerda vívidamente tropezar con una biblioteca móvil poco después de que su familia emigró a Nueva Jersey desde República Dominicana, cuando él tenía 6 años de edad.

Díaz le dio un vistazo a un libro de ilustraciones de Richard Scarry, a una colección de pinturas de naturaleza estadounidense del siglo XIX y a una versión de El Signo de los Cuatro, de Arthur Conan Doyle.

¿Así que qué tenían esos tres títulos como para convertirlo en alguien locamente aficionado a los libros? "Podría crear una narrativa para explicar el mito de la creación de mi frenesí por la lectura", dijo Díaz.

"Sin embargo, en cierto modo, sólo es provisional. Siento que es un misterio que nos hace vulnerables a ciertas prácticas y no a otras".

Sí, todo es misterioso y personal, pero el hecho es que hay algunas pistas de lo que puede tornar a una persona en una lector duradero. The Uncommon Reader (El lector poco común), propone la tesis de que el libro adecuado en el momento adecuado puede despertar un hábito para toda la vida. Para la reina de la historia, este libro es Parsuit of Love (en busca del amor) de Nancy Mitford

Este es un ideal romántico que subsiste en muchos amantes de los libros. “Es como una droga en el sentido positivo”, dice Daniel Goldin, gerente general de Harry W. Schwartz Boookshops, en Milwaukee. “Si tienes el libro que hará a la persona enamorarse por la lectura ella querrá otro después”.

Este tipo de experiencia ocurre, generalmente, en la infancia. En The Child that Books Built (el niño que los libros crean), Francis Spufford, periodista y crítico británico, escribe como las marcas negras entre cada una de las tapas de El Hobbit fueron quedando cada vez más fáciles de entender y liberaron un dragón dentro de él, tornándolo un “adicto” a leer.

Sin embargo, ¿hemos perdido toda esperanza, o la gente aún estará atraída al paisaje literario? ¿Y qué es, exactamente, lo que convierte a alguien en un amante de los libros que regresa una y otra vez por más? No hay una respuesta empírica. Si la hubiera, más libros se venderían tan bien como la serie de Harry Potter o El Código Da Vinci.

La gestación de un lector auténtico y comprometido es en cierto modo un proceso mágico, moldeado en parte por fuerzas externas, aunque también por una chispa dentro de la imaginación. Tener padres que leen mucho ayuda, pero no es garantía. Maestros y bibliotecarios dedicados también pueden ser influyentes. Sin embargo, pese a la proliferación de grupos de lectura y blogs literarios, leer es, al final de cuentas, un acto privado.

"Por qué lee la gente lo que lee es un gran enigma y algo personal", dijo Sara Nelson, directora editorial de la revista de la industria Publishers Weekly.

Junot Díaz, autor de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, recuerda vívidamente tropezar con una biblioteca móvil poco después de que su familia emigró a Nueva Jersey desde República Dominicana, cuando él tenía 6 años de edad.

Díaz le dio un vistazo a un libro de ilustraciones de Richard Scarry, a una colección de pinturas de naturaleza estadounidense del siglo XIX y a una versión de El Signo de los Cuatro, de Arthur Conan Doyle.

¿Así que qué tenían esos tres títulos como para convertirlo en alguien locamente aficionado a los libros? "Podría crear una narrativa para explicar el mito de la creación de mi frenesí por la lectura", dijo Díaz.

"Sin embargo, en cierto modo, sólo es provisional. Siento que es un misterio que nos hace vulnerables a ciertas prácticas y no a otras".

Al poner de lado tales advertencias, hay algunas pistas en cuanto a qué podría transformar a alguien en un lector duradero.

The Uncommon Reader propone la teoría de que el libro adecuado en el momento adecuado puede encender un hábito de por vida. Éste es un ideal romántico que persiste entre muchos bibliófilos.

No obstante, ¿qué hace que un libro provoque una lectura continua? Para algunos, es el descubrimiento de que el personaje de un libro es como uno, o piensa y siente como uno.

Para otros, no es tanto la identificación como el hecho de darle cabida al Otro lo que los atrae a la lectura.

La cuestión de si leer, o leer libros en particular, es esencial, se complica por el hecho de que parte de lo que atrae a la gente a los libros se puede encontrar ahora en otras partes.

Lectores que quieren saber que no están solos encuentran reflejos de sí mismos en blogs que surgen por todo internet.

Y los programas de televisión pueden satisfacer la avidez por la narrativa y por personajes ricamente texturizados.

Naturalmente, esto no vale para la lectura realizada en búsqueda de información, aclarar algún tema o consejo práctico. Para otras personas, no es tanto esa identificación, sino abrazar al Otro lo que las atrae a la lectura. “Es la emoción de intentar descubrir aquél mundo desconocido.” Dice Azar Nafisi, autora de “Leyendo Lolita en Teherán”, libro de memorias que se transformó en bestseller, sobre un grupo de lectura que ella dirigió en Irán.

A veces el mundo de la lectura se abre con un libro de fácil asimilación. Bennet dice que eligió The Pursuit of Love como el preferido de la reina de su ficción porque fue la primera novela adulta que él leyó por placer. Para él, como para el personaje de su novele, The Pursuit of Love fue un salto hacía una literatura más vigorosa. “Existen todos los tipos de entradas que nos llevan a la lectura, incluso si tenemos en manos lo que, a primera vista, parece ser basura”, declara.

MOTOKO RICH - The New York Times

martes, 12 de enero de 2010

Deus dedit, Deus abstulit - Amado Nervo

Dios mío, yo te ofrezco mi dolor:
¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte!
Tú me diste un amor, un solo amor,
¡un gran amor!
Me lo robó la muerte...
y no me queda más que mi dolor.
Acéptalo, Señor:
¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte!...


Ofertorio del libro La amada inmovil

miércoles, 6 de enero de 2010

Historia de un combate literario

De pocas amistades literarias se ha escrito tanto como de la que entablaron Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway. Relación fascinante no sólo por lo mucho que los unió durante años, sino por la trivial circunstancia que los separó de por vida. El ensayista peruano Niño de Guzmán propone una lectura nueva del vínculo de amistad de estos dos escritores irrepetibles.

Unos años después de la muerte de Ernest Hemingway, se encontraron veinte kilos de manuscritos almacenados en la bóveda de un banco cubano. Aparte de algunas piezas de ficción, entre lo más valioso del hallazgo destacaban varios documentos personales. Uno de éstos era la larga carta —diez páginas— que Scott Fitzgerald le dirigió en 1926, en la que analizaba minuciosamente la novela que Hemingway se aprestaba a publicar ese mismo año: Siempre sale el sol (The sun also rises, más conocida como Fiesta, título que se eligió para su edición inglesa). Aquel verano ambos pasaban la temporada en Juan-les-Pins, un hermoso balneario de la Riviera francesa, y Hemingway le había dado una copia de los originales para que le hiciera comentarios y sugerencias.

A los 27 años, Hemingway era un escritor desconocido que luchaba por abrirse camino, mientras que Fitzgerald se había establecido como un autor de éxito. Éste contaba ya con tres novelas y dos colecciones de narrativa breve. Asimismo, sus cuentos eran adquiridos a precio de oro por las revistas más populares de la era del jazz. Hemingway, por el contrario, había publicado unas plaquettes en ediciones marginales que sólo circulaban entre los expatriados norteamericanos de París y se ganaba la vida a duras penas como periodista. Admiraba, sin duda, el talento de Fitzgerald pero, sobre todo, envidiaba su éxito. En cualquier caso, era capaz de reconocer la mayor experiencia literaria de Scott y deseaba escuchar sus críticas y observaciones.
Siempre sale el sol tuvo una acogida unánime, tanto por parte de la crítica como del público, y marcó el despegue de la carrera de Hemingway. Más aún, fue publicada por el reputado sello Scribner's, cuyo editor, Max Perkins, había aceptado la generosa e insistente recomendación de Fitzgerald —otro de sus autores— para incorporar al joven novelista a su catálogo. Con los años la figura se invertiría y mientras la fama de Hemingway subía como la espuma, el éxito de Fitzgerald fue evaporándose, hasta su fallecimiento. Después, el primero se portaría de manera muy ingrata con el segundo, al ridiculizarlo sin contemplaciones en su libro póstumo de recuerdos París era una fiesta (1964). Y, además, negaría haberle solicitado su colaboración y haber seguido sus observaciones críticas. Sin embargo, el legado hallado en el banco cubano puso la verdad al descubierto. No sólo apareció la carta mencionada —que por alguna extraña razón Hemingway se empeñó en conservar—, sino otro manuscrito de importancia capital: los dos capítulos de Siempre sale el sol que fueron suprimidos a instancias de Fitzgerald.

La amistad que unió a ambos escritores fue tan estrecha como conflictiva. Como observa Matthew J. Bruccoli, quien ha estudiado a fondo esa relación (Fitzgerald and Hemingway: A Dangerous Friendship, Nueva York, 1994), los dos eran alcohólicos y por tanto no debe sorprender que se conocieran en un bar de París, el Dingo, ubicado en la Rue Delambre. Esto ocurrió en abril de 1925, cuando Fitzgerald acababa de publicar El gran Gatsby y se había convertido en toda una celebridad. Apenas tres años mayor que Hemingway, Francis Scott era un tipo de carácter alegre, sensible e inseguro que se ufanaba de haber estado en Princeton, pero lamentaba no haber sido enviado a ultramar cuando se enroló en el ejército durante la Primera Guerra Mundial. Nacido en St. Paul, pueblo de Minnesota, e hijo de un discreto hombre de negocios, tuvo una buena educación gracias a la herencia de su madre. Su obsesión por Zelda Sayre (una guapa y engreída sureña que no estaba dispuesta a asumir la vida ajustada que Scott podía ofrecerle al salir del ejército) lo llevó a trabajar en el campo de la publicidad en Nueva York. No le fue tan bien como esperaba y optó por dejar el puesto para rescribir la novela que había terminado mientras estaba confinado en el cuartel. Contra todo pronóstico, De este lado del paraíso (1920) fue un suceso editorial. Se vendieron cuarenta mil ejemplares en el primer año, lo que hizo posible que Scott consolidara su situación económica y se casara finalmente con la reticente Zelda.

Por su parte, Hemingway se había criado en un hogar conservador de clase media (su padre era médico) de Oak Park, un suburbio de Chicago. Intrépido y vital, había trabajado como aprendiz de reportero antes de marcharse a la guerra como conductor de ambulancias para la Cruz Roja. Herido de gravedad en el frente italiano, fue recibido como un héroe al volver a su ciudad natal. Retomó su oficio periodístico en Toronto y Chicago, y luego decidió emprender una carrera literaria. Recién casado con Hadley Richardson, a fines de 1921 se trasladó a París, donde podría dedicarse a escribir ficción mientras hacía labores de corresponsal para diarios de su país.
Cuando Hemingway evocó aquellos tiempos en sus memorias parisinas no vaciló en referirse a su precaria situación económica. Según Bruccoli, esa pobreza es una invención del novelista, pues si bien Hemingway ganaba a destajo, su esposa disponía de unos tres mil dólares de renta anual (el cambio de moneda en la Europa alicaída de la posguerra resultaba muy favorable para un norteamericano). Obviamente esta suma no permitía una vida lujosa, pero sí bastaba para cubrir los gastos cotidianos y para solventar viajes a España y vacaciones en las estaciones de invierno de Suiza y Austria. "El hambre era una buena disciplina", alegaba Hemingway al recordar esos años, "cuando éramos muy pobres y muy felices". Sin embargo, como apunta Bruccoli, la memoria es infiel, pues los Hemingway también contaban con una cocinera.

Uno de los escollos más grandes en las relaciones entre Fitzgerald y Hemingway fueron las diferencias económicas. El nivel de vida de Scott era demasiado alto para Hemingway. En efecto, los Fitzgerald derrochaban el dinero a manos llenas, con esa alegría y desparpajo propios de los locos años veinte. Aquello no le hacía nada de gracia a Ernest, aunque Scott era muy generoso y no dudaba en pagar abultadas cuentas en los cafés de Montparnasse y en el bar del Ritz. Ambos escritores congeniaron de inmediato, y la debilidad que compartían respecto a las bebidas espirituosas fue decisiva para reforzar el vínculo. Pero, a diferencia de su recio amigo, Fitzgerald no toleraba bien el alcohol y sus borracheras solían derivar en el escándalo.

En París era una fiesta, Hemingway se regodea al exacerbar las torpezas y debilidades de Scott. Su visión no sólo es injusta, sino burlona, y a menudo roza la crueldad. Hemingway cuestionaba la fascinación que el mundo de los ricos ejercía sobre su amigo. Fitzgerald, de acuerdo con su testimonio, se empeñaba en sostener que los ricos eran diferentes. "Claro —le replicaba el sardónico Ernest—, ellos tienen más dinero." Al parecer, esta famosa anécdota no es del todo exacta, pero Hemingway se valió de ella para desdeñar a Fitzgerald como un tipo frívolo y limitado. Ya en los años treinta, cuando Scott había caído en desgracia, se había referido a él en "Las nieves del Kilimanjaro" de manera compasiva y denigrante. A pedido de Fitzgerald, quien se sintió herido por la alusión, tuvo que cambiar el nombre del personaje cuando incluyó el relato en la recopilación de su narrativa breve.

La actitud de Hemingway resulta inadmisible, más aún por tratarse de un amigo que tanto le había apoyado literaria y materialmente. ¿Era simple envidia por el éxito inicial de Scott u obedecía a la animadversión que le suscitaba Zelda, a la que culpaba del derrumbe de su marido? La explicación quizá resida en un episodio ocurrido en París en junio de 1929. La anécdota sería irrelevante si no comprometiera a una persona tan orgullosa y competitiva como Hemingway. Aficionado al boxeo, acostumbraba practicar este deporte con sus colegas. Uno de sus contrincantes habituales era el escritor canadiense Morley Callaghan, a quien había conocido cuando trabajaba en Toronto. Ernest invitó a Scott al gimnasio para que controlara el tiempo, pero éste se olvidó de señalar el final de una vuelta y dejó que continuara la pelea más allá de los tres minutos estipulados. Su distracción permitió que, durante la prórroga "ilegal", el diestro Callaghan lograra encajarle a su contendiente un fuerte golpe en la mandíbula que lo derribó con estrépito. El imbatible Hemingway montó en cólera y culpó a Scott de haber actuado con mala fe.
Las cosas no terminaron allí. El chisme de la "derrota" de Hemingway circuló en los ambientes de expatriados norteamericanos de París y llegó hasta Estados Unidos. Furibundo, Ernest presionó a Scott para que enviara un cable a Callaghan exigiéndole una rectificación. El canadiense, quien no se había jactado de su hazaña, se molestó a su vez y el editor Max Perkins se vio obligado a intervenir como mediador. Lo peor fue que, a raíz de todo esto, salió a relucir un infundio de Robert McAlmon (un pequeño editor de París que había publicado el primer título de Hemingway, Tres cuentos & diez poemas, en 1923), bisexual y malicioso, quien había acusado de homosexualidad tanto a Fitzgerald como a Hemingway. A la larga, Scott llegaría a pensar que los chismes de McAlmon contribuyeron a destruir su amistad con Ernest, tal como anotó en un cuaderno íntimo. En suma, una historia estúpida e infantil, en la que el único perjudicado fue Fitzgerald, quien debió pagar su torpeza por el resto de sus días. A partir del incidente, su amistad con Hemingway empezó a deteriorarse sin remedio.

La correspondencia entre ambos escritores —se conservan 57 cartas y telegramas: 28 de Scott y 29 de Hemingway— revela el afecto y la complicidad que los había ligado, en especial en el periodo 1925-1926. Asimismo, confirma que Fitzgerald socorrió a su amigo cada vez que éste se encontraba en apuros financieros. El intercambio epistolar se mantuvo hasta semanas antes de la muerte de Scott. En las misivas figuran memorables declaraciones, bromas y confidencias que sólo podían haberse dado entre amigos muy cercanos. No obstante, con el paso del tiempo y los vaivenes de sus respectivas carreras, se puede advertir un cambio de sentimientos. Fitzgerald comienza a sentirse disminuido a medida que Hemingway se impone en el mundo de las letras. En una carta no puede evitar la sensación de culpa generada por su dipsomanía —adicción que Hemingway le reprochaba a menudo— y le asegura, con una frase patética, que "hace un mes que no bebo una sola gota, pero ya se acercan las Navidades".

En los últimos años de su vida, Fitzgerald sentía casi pavor de enfrentarse a Hemingway. Luego de la etapa parisina, cuando ambos retornaron a su país, se vieron esporádicamente (cuatro veces entre 1931 y 1940). Scott se sentía incómodo y nervioso ante el amigo que ahora paladeaba el triunfo y no ocultaba sus aires de superioridad. En una ocasión, en enero de 1933, se reunieron en Nueva York con su compañero de generación, el crítico Edmund Wilson. La cita fue un desastre total. Fitzgerald se emborrachó, se puso insoportable y los insultó antes de desplomarse sobre el suelo. Ciertamente, mientras Hemingway acumulaba experiencia y se fortalecía, Fitzgerald se hacía más vulnerable y enrumbaba cuesta abajo. La decadencia de Scott llegó a tal extremo que debió buscar un trabajo de guionista en Hollywood para poder sobrevivir.

Terminar Tierna es la noche (1934) le había tomado nueve años y, pese a haber cifrado todas sus esperanzas en esta novela, fue recibida sin pena ni gloria (lo curioso es que Hemingway la consideraba su obra cumbre). Abatido, olvidado y con Zelda internada en un manicomio, Scott Fitzgerald falleció de un ataque al corazón el 21 de diciembre de 1940. Tenía 44 años. Pocos días antes le había escrito a Hemingway por última vez, para agradecerle el envío de Por quién doblan las campanas, a la que dedicó los mayores elogios.

La mezquindad de Hemingway se percibe sobre todo en su tendencia a minusvalorar el aporte de Fitzgerald a su obra. Sin duda, le disgustaba tener que deberle algo a otro colega. Sherwood Anderson y Gertrude Stein, quienes le habían apoyado en sus inicios, también fueron víctimas de su arrogancia. En su relación con Scott le fue imposible frenar una acuciante rivalidad, latente desde el principio de su amistad. En ese sentido, vale la pena resaltar el comportamiento de Fitzgerald. El interés que puso en promover la carrera de Hemingway y sacarlo de la oscuridad es digno de un agente literario. No sólo se esforzó por procurarle un editor importante, prestarle dinero o escribir acerca de sus libros, sino que puso a su servicio su experiencia creativa. Había tenido la intuición suficiente para vislumbrar el genio de Hemingway y decidió ayudarle a mejorar sus habilidades narrativas.

Antes de ocuparse de Siempre sale el sol, Scott le aconsejó realizar unos cortes en el relato sobre boxeo "Cincuenta de los grandes". La primera versión escrita por Hemingway comenzaba así: "—Oye, Jack —dije—. ¿Cómo hiciste para ganarle a Leonard? —Bueno —dijo Jack—. Benny es un boxeador muy listo. No deja de pensar en ningún momento, y mientras él se devanaba los sesos yo me cansé de pegarle." Hemingway excluyó este pasaje porque Fitzgerald le dijo que era "algo trillado". Muchos años después lamentaría haber accedido a esta sugerencia, aunque omtió mencionar que no fue la única supresión que efectuó por recomendación de su amigo. Entre los papeles de Hemingway se halló una copia del cuento con una nota suya de puño y letra que dice: "Las tres primeras páginas del relato mutilado por Scott Fitzgerald...". Asimismo, aparecieron unas observaciones manuscritas de Scott en las que le insta a cortar las seis páginas iniciales. "Tal vez su concisión lo haga aburrido", advierte sobre el planteamiento narrativo. "La imposibilidad misma de concentrar la atención por un tiempo; el mero hecho de dejar únicamente los grandes momentos es, quizá, lo que le dé esa apariencia de arranque lento." Al final, Hemingway suprimió dos páginas y media del comienzo. Es posible que la anécdota excluida no fuera tan trillada como argumentaba Fitzgerald, pero, en todo caso, los cortes realizados por indicación suya dotaron de mayor fuerza a la historia al introducir de lleno al lector en medio de la acción.

En cuanto a Siempre sale el sol, Hemingway se obstinó en negar que hubiera hecho modificaciones en el texto por influencia de Fitzgerald. La verdad es que él mismo le había pedido sus comentarios, como corrobora su correspondencia: "Me encantaría que me aconsejaras o que me dijeras cualquier cosa sobre la novela. Nadie la ha leído hasta ahora." Como opina Scott Donaldson en su Hemingway contra Fitzgerald, Francis Scott se quedó desconcertado por la apertura fallida de la novela. Y, aunque se veían a diario, prefirió hacer una crítica minuciosa por escrito. Él era el novelista experimentado y Ernest un novicio, pero no se jactó de ello sino que obró con sutileza. Le dijo que había recibido excelentes consejos de gente que no había escrito novelas como Edmund Wilson y Max Perkins, y que no había vacilado en aceptar cambios de varios miles de palabras en El gran Gatsby. Continuaba su larga carta: En todo caso, creo que hay partes de Siempre sale el sol que son descuidadas e ineficaces. Como dije ayer (y, como recuerdo, al tratar de que cortaras la primera parte de "Cincuenta de los grandes"), encuentro en ti la misma tendencia a envolver o [...] embalsamar en mera palabrería una anécdota o broma que casualmente te atrae, que encuentro en mí mismo al intentar conservar un pasaje de "buena escritura". Tu primer capítulo contiene unas diez cosas así y da una sensación de casualidad condescendiente.

Luego pasaba a señalar sus objeciones. En la página 1 objetaba, por ejemplo, expresiones como "historia de moral elevada", "como decía Brett" (cosas de O. Henry), "demasiado cara". Su crítica es dura aunque certera: "Pienso que hay a lo largo del texto más o menos veinticuatro pretenciosidades, jactancias y suficiencias que estropean la narración entera".

Para Fitzgerald, el tono de los capítulos con que se abría la novela no era el adecuado y difería mucho del que adoptaba después Jake Barnes, el narrador protagonista. Tampoco le gustaba la descripción irónica de Montparnasse, que le parecía similar a la de una guía turística, así como el empleo de recursos fáciles y gastados, y los excesos del autor al pretender ser gracioso. En realidad, toda esa introducción contenida en los capítulos primero y segundo era innecesaria. Dilataba demasiado el arranque de la historia y perjudicaba la acción dramática. Fitzgerald insistió en que Hemingway debía revisar drásticamente el principio. Su recomendación era que no se limitara a "podar poco a poco" sino que desechara "lo peor de las escenas".

Hemingway sopesó la crítica pormenorizada de su amigo y tuvo la perspicacia suficiente para reconocer el valor de sus indicaciones. Sin embargo, en lugar de rescribir la apertura de la novela, optó por eliminar los dos primeros capítulos en su integridad. Cabe añadir que Scott nunca pretendió atribuirse las mejoras que propiciaron su intervención creativa, mientras que Ernest se esmeró por minimizar sus aportes. Antes de abandonar la Riviera, Fitzgerald le envió un mensaje en el que le reiteraba su apoyo incondicional: "Si hay algo que necesites tanto aquí como en América —algo acerca de tu obra o algo de dinero o de ayuda humana— recuerda que siempre puedes recurrir a mí. Tu buen amigo, Scott."

No obstante, a partir de entonces la amistad entre ambos escritores fue dominada por un sentimiento de rivalidad. Hemingway se comportó de manera ruin con el amigo que tanto había hecho por él. Quizá las únicas palabras amables que le dedicó a Fitzgerald fueron aquellas con las que aludió a su destino trágico en sus recuerdos parisinos y que pueden considerarse entre las más hermosas líneas que se han escrito sobre el autor de Hermosos y malditos: "Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo en que él no se entendía a sí mismo como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo."

Ernest Hemingway sobrevivió 21 años al que fuera el mejor amigo de su juventud. A la larga tampoco conseguiría escapar al deterioro físico y mental, pero ésa es otra historia.

Letras Libres
http://www.letraslibres.com/index.php?art=9127

martes, 5 de enero de 2010

Cuando llegues a amar - Ruben Darío

Cuando llegues a amar, si no has amado,
sabrás que en este mundo
es el dolor más grande y más profundo
ser a un tiempo feliz y desgraciado.

Corolario: el amor es un abismo
de luz y sombra, poesía y prosa,
y en donde se hace la más cara cosa
que es reír y llorar a un tiempo mismo.

Lo peor, lo más terrible,
es que vivir sin él es imposible.