Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia
si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos
tus ojos son mi conjuro
contra la mala jornada
te quiero por tu mirada
que mira y siembra futuro
tu boca que es tuya y mía
tu boca no se equivoca
te quiero porque tu boca
sabe gritar rebeldía
si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos
y por tu rostro sincero
y tu paso vagabundo
y tu llanto por el mundo
porque sos pueblo te quiero
y porque amor no es aureola
ni cándida moraleja
y porque somos pareja
que sabe que no está sola
te quiero en mi paraíso
es decir que en mi país
la gente viva feliz
aunque no tenga permiso
si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.
De todos los instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación... J.L.Borges
martes, 30 de marzo de 2010
domingo, 28 de marzo de 2010
¿Qué libro estás leyendo? - Gabriel García Márques
Hay una pregunta muy frecuente entre escritores: ¿qué estás leyendo? Primero, porque es raro que un escritor le pregunte a otro qué está escribiendo, y segundo, porque se supone que el escritor, por una necesidad propia del oficio, debe estar siempre leyendo algún libro que merece ser recomendado. La respuesta es casi siempre evasiva, porque a partir de una cierta edad uno no sabe muy bien qué libro está leyendo a ciencia cierta, ofuscado un poco por la sensación desoladora de que todo lo que valía la pena ya fue leído en otro tiempo, y las horas que antes se dedicaban a la lectura se nos van ahora en picotear por aquí y por allá, con la esperanza de encontrarse por fin con una nueva e intempestiva revelación.Se ha dicho mucho -y se ha dicho bien- que el hábito de la lectura se adquiere muy joven o no se adquiere nunca. También se dice, quién sabe con cuánta razón, que es necesario inculcárselo a los niños. Parece más probable que se adquiera por contagio: en general, los hijos de buenos lectores suelen serlo también. De modo que el hábito de leer suele ser de la familia entera, Algo semejante ocurre con el gusto por la música. Sólo que en ambos casos la presión de los adultos puede tener efectos contrarios: la aversión a la lectura y a la música. Alguna vez le oí decir a un gran profesor de música que a los niños no se les debía forzar a aprender el piano con aquellas prácticas cotidianas que de veras parecían sesiones de tortura. Su fórmula era más humana: hay que tener el piano en la casa para que los niños jueguen con él.
Parece que los poetas son los lectores más ávidos y perseverantes. De los novelistas, en cambio, se dice que sólo leen para saber cómo están escritas las novelas de los otros escritores, y descubrir en ellas hasta los tornillos más ocultos del oficio. Algo así como desmontar todas las piezas de un reloj para descubrir cómo está hecho y armarlo de nuevo, de manera que los otros no tengan secretos artesanales que uno no esté en condiciones de aprovechar. Sin embargo, tanto los poetas como los novelistas, como quizá todos los lectores habituales, se encuentran de pronto en una esquina de la vida en que ya no hallan nada nuevo que leer, y optan por lo más frecuente, que es leer de nuevo sus libros favoritos de siempre, rendidos ante la evidencia de que ya no se escriben libros como los de antes. Es entonces cuando surge la pregunta desoladora: ¿que estás leyendo? Y no es raro que le contesten: nada.
En primer término, como todos los hábitos, también el de la lectura se extingue. Pero tal vez no sea por cansancio ni porque llegue a su término el interés por la literatura. La razón podría ser más simple. En los primeros años, cuando acabamos de contraer el sarampión de la lectura, uno tiene a su disposición para leer, en el orden que quiera y a la hora que pueda, una cantidad incalculable de libros escritos en 10.000 años. Puede empezarse por casualidad: un ejemplar descuadernado de Las mil y una noches que se descubre por puro azar, entre muchos trastos viejos y papeles de archivo, dentro de un baúl olvidado. Pero si hubiera que empezar en orden -después de los cuentos infantiles y la media tonelada de historietas gráficas-, el libro más aconsejable sería la Biblia. En nuestros tiempos jóvenes había el inconveniente grave de la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Varela, cuyo lenguaje era el mismo del viejo Padrenuestro, y la partición ineansable en versículos numerados que más bien parecían versos mal medidos y peor rimados.
Más tarde, cuando uno lee la inolvidable trilogía de Thomas Mann -El Joven José, José y sus herrnanos y José en Egipto-, uno se pregunta por qué toda la Biblia no está escrita así, como un relato intenso de doscientos tomos, cuya lectura podría durar toda la vida. Otro obstáculo serio era que nuestros muy católicos abuelos -nos inculcaban el pavor metafisico de la que ellos llamaban la Biblia protestante -que es la que se encuentra en la mesa de noche de casi todos los hoteles del mundo, con la intención inequívoca de que el huésped se la robe-, y trataban de meternos a la fuerza por el mal camino de la Biblia católica comentada, en la cual las cosas no debían decir lo que en realidad querían decir, sino otra muy diferente, ordenada por el comentarista marginal, cuyas notas eran más largas que el texto mismo. Era así como el hermoso y cachondo Cantar de los cantares no debía leerse como lo que es, sino como una metáfora lunática del matrimonio de Cristo con la Iglesia. Dentro de ese orden pueril, uno se preguntaba qué diablos quería decir entonces aquel verso apasionado: "Hay miel y leche debajo de tu lengua, hermana".
Sólo para leer los libros indispensables se le iría a uno la mitad de la vida. Pero la otra mitad se le iría en preguntar lo mismo: ¿qué estás leyendo? Y la única respuesta de alguien que ha sido un buen lector tal vez sea síempre la misma: ya no leo, releo. El poeta Álvaro Mutis hace cada cierto tiempo lo que él llama "los festivales Proust que consisten en una relectura de páginas selectas del gran novelistas francés, y hace unos tres años se volvió a despachar, casi sin un respiro, las novelas completas de Balzac. Más vale no hacerle nunca la pregunta consabida, porque se corre el riesgo de ser mandado a releer todo Conrad. En cambio, al viejo maestro catalán don Ramon Vinyes le preguntaba uno qué debía leer, y la respuesta estaba casi siempre condicionada por el estado de su humor, pero cuando éste era el mejor, contestaba sin vacilar: "Lo más seguro en, estos tiempos es no leer nada".El gran peligro de la relectura es la desilusión. Autores que nos deslumbraron en su momento podrían -y casi siempre pueden- resultar insoportables. Es algo como lo que sucede con la novia de colegio, siempre que uno no haya tenido la precaución de casarse con ella y envejecer con ella, intercambiando arrugas y virtudes.
Como lector, en mi caso, hay pasiones juveniles que han sobrevivido a todo, y los tres más importantes son Herman Melville, Robert Luis Stevenson y Alejandro Dumas. En cambio, el maestro William Faulkner, sin cuyas lecciones escritas tal vez no hubiera aprendido los mejores recursos del oficio, no me parece fácil de leer en estos tiempos. En cierto modo, lo había previsto. Hacia 1949, le solté a don Ramón Vinyes mi temor de que Faulkner no fuera sino un retórico que años después resultara insoportable, y el viejo sabio contestó con una frase que hoy me parece mucho más enigmática que entonces: "No te preocupes, que si Faulkner estuviera aquí, estaría sentado en esta mesa".Hay, sin duda, un factor contra el hábito de la lectura, y es que los últimos libreros bien orientados y buenos orientadores se murieron hace tiempo, y las librerías son cada vez menos lugares de tertulias vespertinas. Uno tenía su librero personal, como tenía su médico de familia y su cepillo de dientes. Ese librero profesional, que atendía en persona su negocio como el dentista atendía su gabinete, sabía con sólo leer los catálogos qué libros le interesaban a cada uno de sus clientes, y muy pocas veces se equivocaba. De modo que uno llegaba a la tertulia de las seis y encontraba ya reservado un paquete de novedades que alcanzaban para un mes de trasnochos placenteros.
Hoy, las librerías son grandes y vistosos mercados de libros de actualidad, fabricados a propósito para vender de un solo golpe y leerlos para pasar el tiempo y tirarlos después en el cajón de la basura. Hasta el placer de la relectura es difícil, porque uno va a la librería a comprar un libro que se conoció hace dos años, y nadie le da razón de él. Así es: si hay un lugar donde se aprecia cuánto ha cambiado el mundo no es una base de lanzamiento de satélites espaciales, sino en la librería de la esquina. Si es que todavía existe. Con razón, un excelente escritor contemporáneo y activo, a quien le preguntaron por teléfono, la semana pasada, qué libro estaba leyendo, contestó sin pensarlo dos veces: "Ya no leo sino la revista Time".
EL PAIS Opinión - 20-07-1983
Parece que los poetas son los lectores más ávidos y perseverantes. De los novelistas, en cambio, se dice que sólo leen para saber cómo están escritas las novelas de los otros escritores, y descubrir en ellas hasta los tornillos más ocultos del oficio. Algo así como desmontar todas las piezas de un reloj para descubrir cómo está hecho y armarlo de nuevo, de manera que los otros no tengan secretos artesanales que uno no esté en condiciones de aprovechar. Sin embargo, tanto los poetas como los novelistas, como quizá todos los lectores habituales, se encuentran de pronto en una esquina de la vida en que ya no hallan nada nuevo que leer, y optan por lo más frecuente, que es leer de nuevo sus libros favoritos de siempre, rendidos ante la evidencia de que ya no se escriben libros como los de antes. Es entonces cuando surge la pregunta desoladora: ¿que estás leyendo? Y no es raro que le contesten: nada.
En primer término, como todos los hábitos, también el de la lectura se extingue. Pero tal vez no sea por cansancio ni porque llegue a su término el interés por la literatura. La razón podría ser más simple. En los primeros años, cuando acabamos de contraer el sarampión de la lectura, uno tiene a su disposición para leer, en el orden que quiera y a la hora que pueda, una cantidad incalculable de libros escritos en 10.000 años. Puede empezarse por casualidad: un ejemplar descuadernado de Las mil y una noches que se descubre por puro azar, entre muchos trastos viejos y papeles de archivo, dentro de un baúl olvidado. Pero si hubiera que empezar en orden -después de los cuentos infantiles y la media tonelada de historietas gráficas-, el libro más aconsejable sería la Biblia. En nuestros tiempos jóvenes había el inconveniente grave de la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Varela, cuyo lenguaje era el mismo del viejo Padrenuestro, y la partición ineansable en versículos numerados que más bien parecían versos mal medidos y peor rimados.
Más tarde, cuando uno lee la inolvidable trilogía de Thomas Mann -El Joven José, José y sus herrnanos y José en Egipto-, uno se pregunta por qué toda la Biblia no está escrita así, como un relato intenso de doscientos tomos, cuya lectura podría durar toda la vida. Otro obstáculo serio era que nuestros muy católicos abuelos -nos inculcaban el pavor metafisico de la que ellos llamaban la Biblia protestante -que es la que se encuentra en la mesa de noche de casi todos los hoteles del mundo, con la intención inequívoca de que el huésped se la robe-, y trataban de meternos a la fuerza por el mal camino de la Biblia católica comentada, en la cual las cosas no debían decir lo que en realidad querían decir, sino otra muy diferente, ordenada por el comentarista marginal, cuyas notas eran más largas que el texto mismo. Era así como el hermoso y cachondo Cantar de los cantares no debía leerse como lo que es, sino como una metáfora lunática del matrimonio de Cristo con la Iglesia. Dentro de ese orden pueril, uno se preguntaba qué diablos quería decir entonces aquel verso apasionado: "Hay miel y leche debajo de tu lengua, hermana".
Sólo para leer los libros indispensables se le iría a uno la mitad de la vida. Pero la otra mitad se le iría en preguntar lo mismo: ¿qué estás leyendo? Y la única respuesta de alguien que ha sido un buen lector tal vez sea síempre la misma: ya no leo, releo. El poeta Álvaro Mutis hace cada cierto tiempo lo que él llama "los festivales Proust que consisten en una relectura de páginas selectas del gran novelistas francés, y hace unos tres años se volvió a despachar, casi sin un respiro, las novelas completas de Balzac. Más vale no hacerle nunca la pregunta consabida, porque se corre el riesgo de ser mandado a releer todo Conrad. En cambio, al viejo maestro catalán don Ramon Vinyes le preguntaba uno qué debía leer, y la respuesta estaba casi siempre condicionada por el estado de su humor, pero cuando éste era el mejor, contestaba sin vacilar: "Lo más seguro en, estos tiempos es no leer nada".El gran peligro de la relectura es la desilusión. Autores que nos deslumbraron en su momento podrían -y casi siempre pueden- resultar insoportables. Es algo como lo que sucede con la novia de colegio, siempre que uno no haya tenido la precaución de casarse con ella y envejecer con ella, intercambiando arrugas y virtudes.
Como lector, en mi caso, hay pasiones juveniles que han sobrevivido a todo, y los tres más importantes son Herman Melville, Robert Luis Stevenson y Alejandro Dumas. En cambio, el maestro William Faulkner, sin cuyas lecciones escritas tal vez no hubiera aprendido los mejores recursos del oficio, no me parece fácil de leer en estos tiempos. En cierto modo, lo había previsto. Hacia 1949, le solté a don Ramón Vinyes mi temor de que Faulkner no fuera sino un retórico que años después resultara insoportable, y el viejo sabio contestó con una frase que hoy me parece mucho más enigmática que entonces: "No te preocupes, que si Faulkner estuviera aquí, estaría sentado en esta mesa".Hay, sin duda, un factor contra el hábito de la lectura, y es que los últimos libreros bien orientados y buenos orientadores se murieron hace tiempo, y las librerías son cada vez menos lugares de tertulias vespertinas. Uno tenía su librero personal, como tenía su médico de familia y su cepillo de dientes. Ese librero profesional, que atendía en persona su negocio como el dentista atendía su gabinete, sabía con sólo leer los catálogos qué libros le interesaban a cada uno de sus clientes, y muy pocas veces se equivocaba. De modo que uno llegaba a la tertulia de las seis y encontraba ya reservado un paquete de novedades que alcanzaban para un mes de trasnochos placenteros.
Hoy, las librerías son grandes y vistosos mercados de libros de actualidad, fabricados a propósito para vender de un solo golpe y leerlos para pasar el tiempo y tirarlos después en el cajón de la basura. Hasta el placer de la relectura es difícil, porque uno va a la librería a comprar un libro que se conoció hace dos años, y nadie le da razón de él. Así es: si hay un lugar donde se aprecia cuánto ha cambiado el mundo no es una base de lanzamiento de satélites espaciales, sino en la librería de la esquina. Si es que todavía existe. Con razón, un excelente escritor contemporáneo y activo, a quien le preguntaron por teléfono, la semana pasada, qué libro estaba leyendo, contestó sin pensarlo dos veces: "Ya no leo sino la revista Time".
EL PAIS Opinión - 20-07-1983
Contigo - Luis Cernuda
¿Mi tierra?
Mi tierra eres tú.
¿Mi gente?
Mi gente eres tú.
El destierro y la muerte
para mi están adonde
no estés tú.
¿Y mi vida?
Dime, mi vida,
¿qué es, si no eres tú?
Mi tierra eres tú.
¿Mi gente?
Mi gente eres tú.
El destierro y la muerte
para mi están adonde
no estés tú.
¿Y mi vida?
Dime, mi vida,
¿qué es, si no eres tú?
miércoles, 24 de marzo de 2010
Rima X - Gustavo Adolfo Bécquer
Como en un libro abierto
leo de tus pupilas en el fondo.
¿A qué fingir el labio
risas que se desmienten con los ojos?
¡Llora! No te avergüences
de confesar que me quisiste un poco.
¡Llora! Nadie nos mira.
Ya ves; yo soy un hombre... y también lloro.
leo de tus pupilas en el fondo.
¿A qué fingir el labio
risas que se desmienten con los ojos?
¡Llora! No te avergüences
de confesar que me quisiste un poco.
¡Llora! Nadie nos mira.
Ya ves; yo soy un hombre... y también lloro.
domingo, 21 de marzo de 2010
Despacito - José Alfredo Jimenez
Despacito, muy despacito
se fue metiendo en mi corazón
con mentiras y cariñitos
la fui queriendo con mucho amor
Despacito muy despacito
prendía la llama de mi pasión
y sabiendo que no era buena
le dí mi vida sin condición
Y hoy que quiero dejarla de amar
no responden las fuerzas de mi alma
ya no se donde voy a parar
pero yo ya no puedo olvidarla
Despacito muy despacito
me dijo cosas que nunca oí
me enseño lo que tantas veces
con otros labios no comprendí
Pero todo, todo se acaba
la dicha grande también se va
y nos deja no´mas recuerdos
recuerdos de ella que no vendrán
Y hoy que quiero dejarla de amar
no responden las fuerzas de mi alma
ya no se donde voy a parar
pero yo ya no puedo olvidarla
se fue metiendo en mi corazón
con mentiras y cariñitos
la fui queriendo con mucho amor
Despacito muy despacito
prendía la llama de mi pasión
y sabiendo que no era buena
le dí mi vida sin condición
Y hoy que quiero dejarla de amar
no responden las fuerzas de mi alma
ya no se donde voy a parar
pero yo ya no puedo olvidarla
Despacito muy despacito
me dijo cosas que nunca oí
me enseño lo que tantas veces
con otros labios no comprendí
Pero todo, todo se acaba
la dicha grande también se va
y nos deja no´mas recuerdos
recuerdos de ella que no vendrán
Y hoy que quiero dejarla de amar
no responden las fuerzas de mi alma
ya no se donde voy a parar
pero yo ya no puedo olvidarla
Invictus - William Ernest Henley
Fuera de la noche que me cubre,
Negra como el abismo de polo a polo,
Agradezco a Dios
Por mi alma invencible.
En las feroces garras de las circunstancias
Ni me he lamentado ni he dado gritos.
Bajo los golpes del azar
Mi cabeza sangra, pero no se doblega.
Más allá de este lugar de ira y lágrimas
Es inminente el Horror de la sombra,
Y sin embargo la amenaza de los años
Me encuentra y me encontrará sin miedo.
No importa cuán estrecha sea la puerta,
Cuán cargada de castigos la sentencia.
Soy el amo de mi destino:
Soy el capitán de mi alma.
Versión de Juan Carlos Villavicencio
Negra como el abismo de polo a polo,
Agradezco a Dios
Por mi alma invencible.
En las feroces garras de las circunstancias
Ni me he lamentado ni he dado gritos.
Bajo los golpes del azar
Mi cabeza sangra, pero no se doblega.
Más allá de este lugar de ira y lágrimas
Es inminente el Horror de la sombra,
Y sin embargo la amenaza de los años
Me encuentra y me encontrará sin miedo.
No importa cuán estrecha sea la puerta,
Cuán cargada de castigos la sentencia.
Soy el amo de mi destino:
Soy el capitán de mi alma.
Versión de Juan Carlos Villavicencio
viernes, 19 de marzo de 2010
Los que no quieren creer que son amados – Amado Nervo
Se hablaba de Carlos N., un cuarentón distinguido, jovial, a la sazón en París, y alguien dijo:
-Vendrá en estos días a Biarritz.
-En ese caso –prorrumpió nerviosa y precipitadamente nuestra amiguita Ivona, la más guapa, seductora y capitosa de la reunión- ya sé lo que tengo que hacer: marcharme de aquí en seguida.
-Pero ¿por qué? –preguntamos nosotros.
Respondió ella:
-Porque no quiero encontrarme con Carlos, ni en Biarritz ni en ninguna otra parte.
Y ante la expresión de sorpresa que había en nuestros rostros, Ivona explicó:
-Es el hombre que más me ha hecho sufrir en el mundo y el único a quien, sin duda, he querido.
-Pero si Carlos tiene el carácter más dulce de la tierra… Sería incapaz de quebrar la caña cascada y de apagar la mecha que aún humea, según la expresión bíblica.
-Pues con eso y todo, me ha hecho sufrir lo indecible. ¿Saben ustedes por qué? Por su escepticismo. Desde que le conocía (yo era entonces una pobre midinette de chez Paquin) se me entró por todas las ventanas del corazón. Lo quise con fiebre… Pero él tenía por principio capital en la vida que ninguna mujer podía amarle. Afectuoso, admirablemente bien educado, lleno de generosidad, se sentía, sin embargo, incapaz de creer en la afección, en la generosidad de los otros. En el fondo de su espíritu velaba la idea de que, siendo feo, con sus treinta y ocho años cumplidos y una enfermedad crónica que padece, no era posible que una muchacha –y mucho menos una parisiense- pudiera quererle sino por su dinero… Claro que no lo decía jamás. Es demasiado inteligente y correcto para molestar a nadie; pero lo pensaba…, y yo sabía que lo pensaba, y ése era mi infierno.
»Soy naturalmente expresiva, mimosa, un poquito arrebatada, y solía llenarle de caricias. Él las recibía y devolvía con cierta grave cordialidad indulgente; pero a todas mis confesiones y afirmaciones, a todos mis «te adoro», contestaba con una sonrisa odiosa (sí, odiosa por la duda) y con un: « ¡Vamos, no es para tanto; no exageremos! », que ponía hielo en las entrañas.
»Herida a cada instante en mi amor propio de enamorada, acabé por empeñarme en la más cruel de las luchas: en llevar a toda su alma la convicción de mi idolatría exclusiva. ¡Pero todo fue en vano! ¡Jamás me creyó! Llegó hasta apagar (siempre diferente y piadoso) aquella sonrisa que me hacía daño; más la duda, el escepticismo amable y mundano, mejor dicho, anclado en el fondo de su ser desde la primera juventud, triunfó en mis pruebas, de mis sacrificios, de mi abnegación…, y un día, después de cuatro años de aquella horrible vida, segura de lo incurable de su enfermedad y de lo estéril de mi empeño, le dejé escritas tres palabras: “Me voy. ¡Adiós!...” y partí.
»Supe después que, comentando mi huida, se había limitado a decir a sus amigos: “¡Era natural!... ¡Me lo esperaba!” ¡Y que sonreía!... ¡Con aquella sonrisa!
-La humanidad –dije yo, comentando el amargo relato de Ivona- rara vez da en el nudo de la ponderación. El hombre o es un animal fanatico o es un animal escéptico. Me río yo, por ejemplo, de los ateos que justifican su incredulidad con «la falta de pruebas positivas». Si a las doce de un bello día de junio, el propio Jesucristo descendiese sobre la plaza de la Concordia, en una nube resplandeciente, y se detuviese sobre el vértice del obelisco, la multitud empezaría a vociferar: ¡Milagro! ¡Milagro!...»; y acabaría por discutir el hecho acaloradamente, con la ayuda de los sabios oficiales, hasta convenir en que todo había sido alucinación colectiva.
»En el hombre de mundo –añadí- esta incredulidad arranca sobre todo el amor propio. Creemos que hace un papel de sobra desairado y ridículo el que, por la presunción de juzgarse querido, se encuentra con el desengaño, saltándole donde menos lo piensa, como la liebre en el refrán.
»Además, en esta época snob, en que toda idealidad y todo sentimiento se consideran cursi con la peor de las cursilerías: la espiritual, de los aristócratas- la ingenua confesión de creerse amado provoca sonrisas misericordiosas. Por huir cobardemente de ellas; por el afán de adaptar su personalidad a los estúpidos cánones de los llamados hombres distinguidos, se acaba por caer en el extremo opuesto a la credulidad, que es ese escepticismo risueño que se considera de buen tono y que a toda afirmación contesta con un irónico “Lo cree usted así?”.
-Es muy cierto lo que usted asienta –afirmó Rafael, uno de los del grupo-, y esta credulidad no siempre para, como la de Carlos, en la huida de Ivona. Yo presencié un hecho trágico (que desde hace rato rabiaba por referirles), de cuya autenticidad le respondo con mi palabra de honor, y que se desarrolló, brutal e impensado, no hace aún dos años.
»Uno de mis mejores y más aristocráticos amigos, cubano de origen, había tenido piedad de cierta muchacha andaluza, próxima a rodar por el arroyo, a causa de la miseria y de los manejos de una madre digna del garrote. Llevóla a vivir a un pisito alegre, y solía invitar allí a sus amigos, pollos elegantes todos, como él, y celebrar cordiales yantares, en que la mejor salsa era el buen humor unánime.
»La andaluza, de naturaleza apasionada, de temperamento exclusivista, de incomparable fidelidad, había acabado por adorar a su amigo y protector, y se lo decía a cada paso, delante de todos.
»Él sonreía, callaba y se dejaba querer; pero en el fondo de su corazón dormía la duda, esa duda amable, cortés, sonriente, mundana, de que hablaba usted. Y una noche en que el champagne había vertido más que el oro y perlas que de ordinario en la cristalina fragilidad de las cosas, ella, enredándole los brazos al cuello, fue más afirmativa que otras veces:
»-Te adoro –le dijo con énfasis meridional-, y por ti daría la vida!
»Él sonrió -¡con aquella sonrisa! –y respondió paternalmente, con un ligero metal de ironía en la voz:
» -Vamos, chicuela, no es para tanto (¡lo mismo que Carlos!)
»-¡Te juro que por ti daría la vida! Insistió ella con más énfasis aún.
» -¡Vaya, vaya –tornó él a responder-, no exageremos!
» -¿Entonces tú no crees que te quiero hasta ese punto?
» -Yo creo que, naturalmente, algún efecto has de tenerme. No en balde he procurado suavizar y embellecer tu vida…
» -¡Eso sería gratitud! –Replicó ella-, y yo te hablo de amor. ¿No crees, pues, que te adoro, que te idolatro, que sería capaz de morir por ti…?
» -Lo que tú quieras –repuso mi amigo, dándole una palmadita en el hombro-. No vamos a reñir por eso…
» -¡Ah, bien se ve que no lo crees!... –exclamó ella amargamente-. ¡Bueno pues yo te lo probaré hasta la evidencia!
»Y pasando del diapasón trágico al ligero, cogió una copa, se la hizo llenar de champagne y la bebió de un sorbo.
»Poco después se nos escapó del comedor, en los instantes en que el aturdimiento alegre de todos menudeaba historias, charlas y risas, y de pronto, en medio de la algazara, sonó sordamente un tiro.
»En ese momento todos comprendimos como si una convicción telepática se hubiera producido en nuestros cerebros, y echamos a correr hacia la alcoba de la muchacha, encontrando a ésta muerta en su lecho, con la sien perforada por una bala y con una browning diminuta en la diestra».
Cuento del libro "La novia del Corinto" de Amado Nervo
-Vendrá en estos días a Biarritz.
-En ese caso –prorrumpió nerviosa y precipitadamente nuestra amiguita Ivona, la más guapa, seductora y capitosa de la reunión- ya sé lo que tengo que hacer: marcharme de aquí en seguida.
-Pero ¿por qué? –preguntamos nosotros.
Respondió ella:
-Porque no quiero encontrarme con Carlos, ni en Biarritz ni en ninguna otra parte.
Y ante la expresión de sorpresa que había en nuestros rostros, Ivona explicó:
-Es el hombre que más me ha hecho sufrir en el mundo y el único a quien, sin duda, he querido.
-Pero si Carlos tiene el carácter más dulce de la tierra… Sería incapaz de quebrar la caña cascada y de apagar la mecha que aún humea, según la expresión bíblica.
-Pues con eso y todo, me ha hecho sufrir lo indecible. ¿Saben ustedes por qué? Por su escepticismo. Desde que le conocía (yo era entonces una pobre midinette de chez Paquin) se me entró por todas las ventanas del corazón. Lo quise con fiebre… Pero él tenía por principio capital en la vida que ninguna mujer podía amarle. Afectuoso, admirablemente bien educado, lleno de generosidad, se sentía, sin embargo, incapaz de creer en la afección, en la generosidad de los otros. En el fondo de su espíritu velaba la idea de que, siendo feo, con sus treinta y ocho años cumplidos y una enfermedad crónica que padece, no era posible que una muchacha –y mucho menos una parisiense- pudiera quererle sino por su dinero… Claro que no lo decía jamás. Es demasiado inteligente y correcto para molestar a nadie; pero lo pensaba…, y yo sabía que lo pensaba, y ése era mi infierno.
»Soy naturalmente expresiva, mimosa, un poquito arrebatada, y solía llenarle de caricias. Él las recibía y devolvía con cierta grave cordialidad indulgente; pero a todas mis confesiones y afirmaciones, a todos mis «te adoro», contestaba con una sonrisa odiosa (sí, odiosa por la duda) y con un: « ¡Vamos, no es para tanto; no exageremos! », que ponía hielo en las entrañas.
»Herida a cada instante en mi amor propio de enamorada, acabé por empeñarme en la más cruel de las luchas: en llevar a toda su alma la convicción de mi idolatría exclusiva. ¡Pero todo fue en vano! ¡Jamás me creyó! Llegó hasta apagar (siempre diferente y piadoso) aquella sonrisa que me hacía daño; más la duda, el escepticismo amable y mundano, mejor dicho, anclado en el fondo de su ser desde la primera juventud, triunfó en mis pruebas, de mis sacrificios, de mi abnegación…, y un día, después de cuatro años de aquella horrible vida, segura de lo incurable de su enfermedad y de lo estéril de mi empeño, le dejé escritas tres palabras: “Me voy. ¡Adiós!...” y partí.
»Supe después que, comentando mi huida, se había limitado a decir a sus amigos: “¡Era natural!... ¡Me lo esperaba!” ¡Y que sonreía!... ¡Con aquella sonrisa!
-La humanidad –dije yo, comentando el amargo relato de Ivona- rara vez da en el nudo de la ponderación. El hombre o es un animal fanatico o es un animal escéptico. Me río yo, por ejemplo, de los ateos que justifican su incredulidad con «la falta de pruebas positivas». Si a las doce de un bello día de junio, el propio Jesucristo descendiese sobre la plaza de la Concordia, en una nube resplandeciente, y se detuviese sobre el vértice del obelisco, la multitud empezaría a vociferar: ¡Milagro! ¡Milagro!...»; y acabaría por discutir el hecho acaloradamente, con la ayuda de los sabios oficiales, hasta convenir en que todo había sido alucinación colectiva.
»En el hombre de mundo –añadí- esta incredulidad arranca sobre todo el amor propio. Creemos que hace un papel de sobra desairado y ridículo el que, por la presunción de juzgarse querido, se encuentra con el desengaño, saltándole donde menos lo piensa, como la liebre en el refrán.
»Además, en esta época snob, en que toda idealidad y todo sentimiento se consideran cursi con la peor de las cursilerías: la espiritual, de los aristócratas- la ingenua confesión de creerse amado provoca sonrisas misericordiosas. Por huir cobardemente de ellas; por el afán de adaptar su personalidad a los estúpidos cánones de los llamados hombres distinguidos, se acaba por caer en el extremo opuesto a la credulidad, que es ese escepticismo risueño que se considera de buen tono y que a toda afirmación contesta con un irónico “Lo cree usted así?”.
-Es muy cierto lo que usted asienta –afirmó Rafael, uno de los del grupo-, y esta credulidad no siempre para, como la de Carlos, en la huida de Ivona. Yo presencié un hecho trágico (que desde hace rato rabiaba por referirles), de cuya autenticidad le respondo con mi palabra de honor, y que se desarrolló, brutal e impensado, no hace aún dos años.
»Uno de mis mejores y más aristocráticos amigos, cubano de origen, había tenido piedad de cierta muchacha andaluza, próxima a rodar por el arroyo, a causa de la miseria y de los manejos de una madre digna del garrote. Llevóla a vivir a un pisito alegre, y solía invitar allí a sus amigos, pollos elegantes todos, como él, y celebrar cordiales yantares, en que la mejor salsa era el buen humor unánime.
»La andaluza, de naturaleza apasionada, de temperamento exclusivista, de incomparable fidelidad, había acabado por adorar a su amigo y protector, y se lo decía a cada paso, delante de todos.
»Él sonreía, callaba y se dejaba querer; pero en el fondo de su corazón dormía la duda, esa duda amable, cortés, sonriente, mundana, de que hablaba usted. Y una noche en que el champagne había vertido más que el oro y perlas que de ordinario en la cristalina fragilidad de las cosas, ella, enredándole los brazos al cuello, fue más afirmativa que otras veces:
»-Te adoro –le dijo con énfasis meridional-, y por ti daría la vida!
»Él sonrió -¡con aquella sonrisa! –y respondió paternalmente, con un ligero metal de ironía en la voz:
» -Vamos, chicuela, no es para tanto (¡lo mismo que Carlos!)
»-¡Te juro que por ti daría la vida! Insistió ella con más énfasis aún.
» -¡Vaya, vaya –tornó él a responder-, no exageremos!
» -¿Entonces tú no crees que te quiero hasta ese punto?
» -Yo creo que, naturalmente, algún efecto has de tenerme. No en balde he procurado suavizar y embellecer tu vida…
» -¡Eso sería gratitud! –Replicó ella-, y yo te hablo de amor. ¿No crees, pues, que te adoro, que te idolatro, que sería capaz de morir por ti…?
» -Lo que tú quieras –repuso mi amigo, dándole una palmadita en el hombro-. No vamos a reñir por eso…
» -¡Ah, bien se ve que no lo crees!... –exclamó ella amargamente-. ¡Bueno pues yo te lo probaré hasta la evidencia!
»Y pasando del diapasón trágico al ligero, cogió una copa, se la hizo llenar de champagne y la bebió de un sorbo.
»Poco después se nos escapó del comedor, en los instantes en que el aturdimiento alegre de todos menudeaba historias, charlas y risas, y de pronto, en medio de la algazara, sonó sordamente un tiro.
»En ese momento todos comprendimos como si una convicción telepática se hubiera producido en nuestros cerebros, y echamos a correr hacia la alcoba de la muchacha, encontrando a ésta muerta en su lecho, con la sien perforada por una bala y con una browning diminuta en la diestra».
Cuento del libro "La novia del Corinto" de Amado Nervo
Yo no te pido - Mario Benedetti
Yo no te pido que me bajes
una estrella azul
sólo te pido que mi espacio
llenes con tu luz.
Yo no te pido que me firmes
diez papeles grises para amar
sólo te pido que tú quieras
las palomas que suelo mirar.
De lo pasado no lo voy a negar
el futuro algún día llegará
y del presente
qué le importa a la gente
si es que siempre van a hablar.
Sigue llenando este minuto
de razones para respirar
no me complazcas no te niegues
no hables por hablar.
Yo no te pido que me bajes
una estrella azul
sólo te pido que mi espacio
llenes con tu luz
una estrella azul
sólo te pido que mi espacio
llenes con tu luz.
Yo no te pido que me firmes
diez papeles grises para amar
sólo te pido que tú quieras
las palomas que suelo mirar.
De lo pasado no lo voy a negar
el futuro algún día llegará
y del presente
qué le importa a la gente
si es que siempre van a hablar.
Sigue llenando este minuto
de razones para respirar
no me complazcas no te niegues
no hables por hablar.
Yo no te pido que me bajes
una estrella azul
sólo te pido que mi espacio
llenes con tu luz
El destino del escritor es extraño...
Majestades, señoras y señores: El destino del escritor es extraño, salvo que todos los destinos lo son; el destino del escritor es cursar el común de las virtudes humanas, las agonías, las luces; sentir intensamente cada instante de su vida y, como quería Wolser, ser no sólo actor, sino espectador de su vida, también tiene que recordar el pasado, tiene que leer a los clásicos, ya que lo que un hombre puede hacer no es nada, podemos simplemente modificar muy levemente la tradición; el lenguaje es nuestra tradición. El escritor tiene una desventaja: el hecho de tener que operar con palabras, y las palabras, según se sabe, son una materia deleznable. Las palabras, como Horacio no ignoraba, cambian de connotación emocional, de sentido; pero el escritor tiene que resignarse a este manejo, el escritor tiene que sentir, luego soñar, luego dejar que le lleguen las fábulas; conviene que el escritor no intervenga demasiado en su obra, debe ser pasivo, debe ser hospitalario con lo que le llega y debe trabajar esa materia de los sueños, debe escribir y publicar, como decía Alfonso Reyes, para no pasarse la vida corrigiendo los borradores, y así trabaja durante años y se siente solo, vivo en una suerte de sueñosismo; pero si los astros son favorables, uso deliberadamente las metáforas astrológicas, aunque detesto la astrología, llega un momento en el cual descubre que no está solo. En ese momento que le ha llegado, que le llega ahora, descubre que está en el centro de un vasto círculo de amigos, conocidos y desconocidos, de gente que ha leído su obra y que la ha enriquecido, y en ese momento él siente que su vida ha sido justificada. Yo ahora me siento más que justificado, me llega este premio, que lleva el nombre, el máximo nombre de Miguel de Cervantes, y recuerdo la primera vez que leí el Quijote, allá por los años 1908 ó 1907, y creo que sentí, aún entonces, el hecho de que, a pesar del titulo engañoso, el héroe no es don Quijote, el héroe es aquel hidalgo manchego, o señor provinciano que diríamos ahora, que a fuerza de leer la materia de Bretaña, la materia de Francia, la materia de Roma la Grande, quiere ser un paladín, quiere ser un Amadís de Gaula, por ejemplo, o Palmerín o quien fuera, ese hidalgo que se impone esa tarea que algunas veces consigue: ser don Quijote, y que al final comprueba que no lo es; al final vuelve a ser Alonso Quijano, es decir, que hay realmente ese protagonista que suele olvidarse, este Alonso Quijano. Quiero decir también que me siento muy conmovido, tenía preparadas muchas frases que no puedo recordar ahora, pero hay algo que no quiero olvidar, y es esto: me conmueve mucho el hecho de recibir este honor en manos de un Rey, ya que un Rey, como un Poeta, recibe un destino, acepta un destino y cumple un destino y no lo busca, es decir, se trata de algo fatal, hermosamente fatal, no sé cómo decir mi gratitud, solamente puedo decir mi innumerable agradecimiento a todos ustedes ...
Muchas gracias.
Discurso de Jorge Luis Borges al recibir el Premio Cervantes (1979)
Muchas gracias.
Discurso de Jorge Luis Borges al recibir el Premio Cervantes (1979)
lunes, 15 de marzo de 2010
Universo Hemingway
Ernest Hemingway, Fiesta, prólogo de Juan Villoro, traducción de Joaquín Adsuar revisada por José Hamad, Debate, Barcelona, 2003, 286 pp.Ernest Hemingway, El viejo y el mar, prólogo de Juan Villoro, traducción de Lino Novas Calvo revisada por José Hamad, Debate, Barcelona, 2003, 157 pp.Scott Donaldson, Hemingway contra Fitzgerald, traducción de Javier Alfaya y Barbara McShane, Siglo XXI, Madrid, 2002, 456 pp.Querido Scott, Querida Zelda, las cartas de amor entre Zelda y F. Scott Fitzgerald, edición de Jackson R. Bryer y Cathy W. Barks, traducción de Ramón Vilà Vernis, introducción de Eleanor Lanahan, Lumen, Barcelona, 2003, 601 pp.Alex Kershaw, Sangre y champán, la vida y la época de Robert Capa, traducción de Aurora Echevarría, Debate, Barcelona, 2003, 362 pp.
Entra en un café de la plaza Saint-Michael, cuelga su gabardina vieja, su sombrero, pide un café con leche, saca su libreta de lomo azul, dos lápices, aspira el olor a fregado y se desea a sí mismo buena suerte. Ante la página en blanco se convence de que lo único que tiene que hacer es escribir una frase verídica, algo que haya observado directamente o que haya oído decir y, a partir de ahí, seguir. Escribe un cuento cuyo argumento transcurre allá en Michigan. Como la mañana es cruda y fría en París, así también en el cuento. Como en el cuento los amigos beben unas copas, le entra la sed y pide un ron de la Martinica. "Nunca escribas sobre un lugar hasta que no estés lejos de él porque ese alejamiento te da mayor perspectiva". Aplica a su cuento una técnica nueva: mostrar sólo una mínima parte de la historia y hacerla depender de una sólida realidad oculta bajo la diáfana superficie. El cuento trata sobre la vuelta de la guerra, pero a la guerra no se la menciona nunca. Creará una escuela en la narrativa norteamericana que llega hasta autores como Raymond Carver o Richard Ford, herederos legítimos de la teoría del iceberg.
En el invierno de 1922, Ernest Hemingway vive una época de incertidumbre al renunciar a su trabajo como corresponsal para dedicarse plenamente a la literatura. Viste un chándal de boxeo, encima una camisa y encima de la camisa un jersey azul de marinero francés. Ha desembarcado meses antes con las cartas de recomendación que Sherwood Anderson le ha escrito para Gertrude Stein, Ezra Pound y Sylvia Beach. Por allí circulan también James Joyce, John Dos Passos, Henry Miller, John Steinbeck, Scott Fitzgerald... Es el París de la bohemia, los cafés de Montparnasse y las buhardillas a la orilla del Sena. Tiempo de libertad a ultranza para los miembros de la llamada Lost Generation, los norteamericanos de entreguerras que se instalan en París para intentar escribir o simplemente beber y realizar un ajuste de cuentas con la vida. Autodidacta y vividor como Henry Miller, Hemingway estaría de acuerdo con él cuando dice que todo lo que no se encuentra en la calle es falso, sucedáneo, es decir, literatura. Al igual que Miller, jamás dejó de entender la escritura como un proceso redentor.
Pero no será con Miller sino con Fitzgerald con quien Hemingway inicie una amistad íntima que, tratándose de dos personalidades tan contrapuestas, se fue enfriando hasta la ruptura total. "Hablo desde la autoridad del fracaso. Ernest habla desde la autoridad del éxito. Nunca podremos volver a sentarnos juntos en una misma mesa". Fitzgerald, siempre fascinado por la byroniana intensidad de Hemingway, se sentía atraído por el hechizo del perdedor, mascullando la idea de que nada tiene más éxito que el fracaso. "Siempre he tenido un estúpido e infantil sentimiento de superioridad ante Scott, como el de un chico duro y resistente que desprecia a otro, más delicado quizá, pero con talento", escribe Hemingway en una carta de 1939. Será Edmund Wilson quien muestre en 1925 al ya entonces famoso Fitzgerald la prosa de Hemingway. Fitzgerald actuaba como una especie de cazatalentos no oficial para la editorial Scribner's y se interesó vivamente por el desconocido Hemingway. Ambos se encontraron ese mismo año en París e iniciaron una amistad cuyas luces y sombras analiza detalladamente Scott Donaldson en Hemingway contra Fitzgerald, acertado símil pugilístico para revisar la complejidad de una relación basada en la escasa autoestima de Fitzgerald, que admiraba en Hemingway la versión idealizada de la clase de hombre que él nunca pudo ser, y en la pulsión de dominar y gobernar a los demás que sentía Hemingway. Fitzgerald, autor de notables novelas como A este lado del paraíso o Suave es la noche, oscurecidas por el enorme éxito de El gran Gatsby, es también, in absentia, el protagonista de Querido Scott, querida Zelda, que recopila las cartas escritas por su esposa Zelda Sayre, internada en varios centros psiquiátricos de Suiza y Francia tras su colapso mental en 1930. Zelda y Scott formaron la pareja icono de los felices años veinte y de la generación del jazz. Luego, todo se les complica. Su relación, tripas al aire en su correspondencia privada, será el catalizador más importante y el tema principal de la ficción de ambos (Zelda es autora de una novela autobiográfica titulada Save me the Waltz). "Todos los escritores que pretenden reflejar la vida tal como es hacen que las cosas huelan mal, y ése es mi sentido más sensible. Espero que nunca seas un realista, uno de esos que piensan que ser feo es tener fuerza", le escribe Zelda. Nunca se llevó demasiado bien con Hemingway, que la llamaba gavilán ("los gavilanes nunca comparten nada") y la culpaba de gran parte de los problemas de Fitzgerald.
Ernest Hemingway nace en 1899 en Oak Park, Illinois. Una fotografía suya a los cinco años de edad: verano, norte del estado de Michigan, en una pose muy viril con su caña de pescar, traje harapiento y sombrero estilo Huckleberry Finn. Vacaciones en el lago Waloon, contacto con los indios. Sus primeras narraciones evocan el mundo nómada de los indios en esas tierras del norte, la muerte violenta, los animales salvajes. Él mismo abandona su hogar en cuanto puede, en busca de nuevos "bichos y climas". En contraste con los escritores "rostros pálidos", entre los cuales incluye a Henry James, se inserta en la tradición de los "pieles rojas" como Whitman o Twain, que prefieren la vitalidad a las ideas, el bosque a la ciudad, el Oeste al Este.
"Hemingway es el Stendhal de nuestro tiempo", dice Pavese. En ambos la misma sed de riesgo, de aventura, de lo nuevo. A los 18 años, Stendhal cruza voluntariamente los Alpes con las tropas de Napoleón y le acompaña en la invasión de Rusia. Hemingway participa a los 17 años como voluntario en la Primera Guerra Mundial. Devoto de los safaris en África, aficionado a la pesca de altura, practicante de deportes como el rugby, el boxeo o el esquí, comparte con el novelista francés la apuesta por un realismo sobrio y tajante, un verismo casi autobiográfico y una obsesión por la búsqueda de la mayor objetividad expresiva. Hemingway se reafirma en su intento de reducir la realidad a un esquema conciso de palabras elementales leyendo a los rusos del xix y escudriñando los cuadros de Cézanne en el Museo del Luxemburgo, aprendizaje que culmina posteriormente en el Museo del Prado con la pintura de Goya. "Escribir sobre un paisaje para que esté ahí como Cézanne había hecho con la pintura", se dice Hemingway, tratando de crear una atmósfera con una simple insinuación, con una palabra, con un gesto, tal como observa también en Los desastres de la guerra o en Tauromaquia. La sacudida vital que supuso para Hemingway el descubrimiento de España y el mundo de los toros lo encuentra plasmado y crispado en Goya. De ambos maestros aprende a ver, captar y observar, lección que completan los consejos de Ezra Pound, con quien jugaba al tenis y boxeaba frecuentemente. Pound aplica su certera mirada de editor a la prosa manuscrita de Hemingway y le devuelve el texto subrayado y depurado de adjetivos, hasta convertirlo en un antecedente del objetivismo en la novela.
"Si hay algo típico en los escritores y la literatura norteamericana contemporánea, es que cuando intentamos imaginar a nuestros antepasados literarios y encontrar la conexión crucial con Irving y Hawthorne, Melville o Twain, no lo hacemos para crear a imitación de ellos, sino para encontrar aliento en individuos como nosotros mismos: mujeres y hombres cercanos a la vida, con pocas ideas preconcebidas, que experimentaron lo cotidiano más como un conjunto de sensaciones impredecibles que como una suma de certezas demostrables", afirma Richard Ford. La literatura y la cultura no son categorías absolutas para el escritor norteamericano del siglo xx, sino nociones para inventar de nuevo a través de un proceso de revalorización. En este sentido, el nombre de Ernest Hemingway adquiere resonancias fundacionales junto a los de Sherwood Anderson o William Faulkner. Y será Hemingway quien imprima a la narrativa norteamericana dos características que luego serían permanentes: la concisión y la objetividad. Bajo la premisa de Stendhal: "ver lo que es", se mostrará siempre fiel a una regla de oro: no escribir sino de aquello que se sepa por experiencia. De ahí que se forje una imagen de escritor al que le gusta competir deportivamente y bajar a las trincheras. "Crea el icono del escritor simpático y juerguista, accesible a los temas comunes pero no dispuesto a la reflexión intelectual", escribe Juan Villoro en el prólogo a Fiesta (1925), primera de sus novelas reeditadas por Debate.
Hemingway pretende hacer de la escritura una actividad física que transmita un "golpe" y deje a la vez una sensación de cansancio y vacío. Que la escritura tenga que ver tanto con el cuerpo como con la mente. Cuando escribe, quiere sentir vibrando el "mismo motor" que impulsa el acto sexual. "Su lenguaje es fibroso y atlético, coloquial y fresco, duro y claro. La prosa parece un ser orgánico por sí misma", se dice en una reseña de la época. Las corridas de toros que descubrió en los sanfermines de 1923 (y a los que siguió acudiendo hasta los años cincuenta, a veces del brazo de otros mitos vivientes como Ava Gardner o Lauren Bacall) resultaron ser una escuela práctica de composición literaria basada en la adecuación de norma y disciplina, distribución y estética, método violento y pausado, vertiginoso y gradual. Escribe el periodista colombiano Antonio Caballero en Los siete pilares del toreo: "El toreo es, sobre todo, proporción. El problema es que es un arte muy fugaz, pasajero, que sólo existe en el momento". También la prosa de Hemingway, al recrear una acción física y rítmica en el presente, es una liberación del pasado y de la memoria, una exaltación del momento. Prosa extática que surge de un ahora perpetuo. Confiesa aprender de Gertrude Stein "los maravillosos ritmos de la prosa". Utilizando un inglés elemental, enfatiza la repetición de palabras y frases en una cadencia rítmica, repetitiva, una secuencia regular y monótona de frases cortas, de estilo muy cercano a las doctrinas del imaginismo.
Será precisamente Miss Stein quien le recomiende llevar cuadernos de notas en los bolsillos para anotar ideas y frases "con las que busca adecuar el flujo de su conciencia a su percepción del entorno, es decir, encontrar datos objetivos que se correspondieran con lo que sentía", de nuevo en palabras de Villoro. Algo tienen que ver en ello sus inicios como cronista en el Kansas City Star. En el libro de estilo de este periódico ya se hace hincapié en la utilización de frases muy cortas, la sencillez del idioma: "escribe siempre cerca del punto final". Hemingway inicia su carrera periodística como cronista de sucesos locales, pero pronto deja el periódico para embarcarse como voluntario en la Primera Guerra Mundial. No le aceptan en el ejército por tener un defecto en el ojo izquierdo, consecuencia de un puñetazo en una pelea, y consigue un puesto como conductor de ambulancias. Un mal día, mientras repartía tabaco y chocolatinas entre los soldados del frente de Fossalta, la granada de un mortero le manda al hospital con múltiples fragmentos de metralla en las dos piernas. Y será en el hospital donde viva los momentos más intensos de su corta carrera militar, material sensible que luego utilizaría en Adiós a las armas (1929), cuya versión cinematográfica con Gary Cooper y Jennifer Jones no fue precisamente de su agrado por "demasiado romántica".
Casi treinta años después de la publicación de Adiós a las armas, en el sótano debajo de las cocinas del Hotel Ritz de París se encuentran por casualidad unos baúles viejos con manuscritos mohosos: los cuadernos de notas que Gertrude Stein aconsejaba llevar consigo a Hemingway. El descubrimiento le anima a pasar a limpio aquellas notas sobre los primeros años en París. Comienza a reunir el material para un libro en 1957, de regreso a Finca Vigía, en La Habana, donde vivía desde 1937, entre caídas en un alcoholismo galopante y las frecuentes depresiones que sufrió en los últimos años de su vida. Así nace París era una fiesta (1964), volumen de vocación fragmentada, cuya desconexión viene atenuada por el hilo conductor de una voz narrativa que, entre otras cosas, realiza un elogio de los beneficios que reporta el hambre "al artista que trabaja en serio", en la línea de su admirado Knut Hamsum en Hambre o su amigo Miller. Hemingway recuerda en París era una fiesta sus inicios literarios en los cafés del Barrio Latino y sus contactos con los miembros de la Lost Generation, desplegando una imagen idealizada que intentaba proyectar y vivir: un escritor creado a sí mismo, que no debe nada a nadie y que no quiere ser contaminado por ninguna debilidad, lo que le llevaría a romper sus relaciones literarias a menudo con excesiva crueldad, caso de Anderson, Stein o el propio Fitzgerald.
Hemingway necesitaba historias que contar y será Miss Stein quien le recomiende los sanfermines. Ambas experiencias, París y Pamplona, se plasman en Fiesta como contraste entre el mundo instintivo y el racional. En la primera parte, manifiesta su desprecio hacia los americanos que se dedicaban a no hacer nada en los cafés de Montparnasse: "La esencia de Greenwich Village ha sido recogida y vertida sobre la Rotonde", anota en otra ocasión. Casi todos eran unos "holgazanes" que fingían ser artistas y que "en vez de trabajar de verdad se dedicaban a envanecerse de lo que querían hacer y a criticar lo que hacían los que conseguían cierto renombre". Pero Fiesta es también la historia de un amor imposible debido a las secuelas físicas que una herida de guerra le deja a su protagonista, Jack Barnes. La desgana que rodea a los personajes en París se transforma en los sanfermines en una euforia que los redime por medio de una religiosidad sensorial fundida con la naturaleza. Hemingway escribe Fiesta un año después de la Feria de 1924, tras descubrir, al igual que Jack Barnes, que las corridas de toros eran el único vehículo que le permitía integrar su pasado con su presente y fundir así su vida con su escritura: "En el ritual de la corrida no se aprende sólo valor, sensación vital del riesgo y del peligro, sino un dominio del sentimiento y de la inteligencia sobre los elementos del espectáculo", lección que se traslada al arte como proporción y a su vez liberación de los sentidos. Con su boina vasca, su cazadora, sus botas y su petaca de whisky, levanta una epifanía española centrada en la trascendencia, el mito y el simbolismo de las corridas, "siendo determinantes para su cosmovisión Goya, Quevedo y el anarquizante romanticismo individualista de Baroja", afirma Carlos G. Resgosa en su libro Hemingway desde España. No obstante, la visión que nos muestra de España no deja de ser demasiado racial, subrayando marcadamente ese carácter "diferente" en la línea de la Carmen de Mèrimée. Eso sí, con una buena dosis de observación directa y realismo que le llevan a describir las corridas de toros con la inmediatez de un corresponsal de guerra que se sabe transmitiendo una realidad inaudita, insólita.
"La Guerra Civil española fue la época más feliz de nuestras vidas. Éramos realmente felices entonces porque cuando moría gente parecía que su muerte estaba justificada y era importante. Porque morían por algo en lo que creían y que iba a hacerse realidad", escribe Hemingway en 1940, cita que recoge Alex Kershaw en Sangre y champán, biografía y recreación de la época del fotógrafo Robert Capa. Al igual que Hemingway, Capa, de quien se dice que fue el primer fotógrafo que hizo parecer glamoroso el periodismo gráfico, elige un tipo de vida que necesita constantemente de cosas nuevas para reafirmarse, sobre todo cualquier aventura que entrañe un poco de peligro: "Si una foto no es lo suficientemente buena es porque no te has acercado lo suficiente", acostumbraba a decir este reportero de guerra que salta a la fama durante la Guerra Civil española por su controvertida foto Muerte de un miliciano. Capa llega a España en 1933 procedente de París y Hemingway realiza cuatro viajes durante los años 1937 y 1938 para observar de primera mano la situación. Autor de éxito tras la publicación de Fiesta y Adiós a las armas, trabaja como corresponsal de guerra y colabora en el filme de Jonis Ivens La tierra española para animar a sus compatriotas norteamericanos en la lucha contra el fascismo. Si bien durante la realización del filme choca frontalmente con otro peso pesado como Orson Welles, dos hombres con mucho en común pero que difícilmente podían compartir el mismo espacio, no esconde su simpatía por Capa al postular ambos una filosofía vital en la que la guerra se vive como una descarga de adrenalina sumamente adictiva, un asunto de preocupaciones sólo viscerales e instintivas. Dice Capa: "En la guerra sólo el presente, el momento ocupa la cabeza de un hombre", aspecto que define la intensa concentración del presente propia de la narrativa de Hemingway. Le escribe a Fitzgerald en 1925: "La razón por la que tanto te irrita haberte perdido la guerra se debe a que la guerra es el mejor tema de todos: en la guerra hay cantidad de material, la acción es rápida y te encuentras toda clase de asuntos literarios, que de lo contrario, en una situación normal, tardarías una vida entera en conseguir".
Capa y Hemingway se hospedan en el Hotel Florida de Madrid, cuartel general de intelectuales como Malraux, Saint-Exupéry, Neruda y Orwell, entre otros. Por las noches, entre copa y copa, comparan la vida aletargada que habían llevado en París con la intensidad de cada instante vivido en España. Las crónicas que escribe luego Hemingway tienen un aspecto perturbador, fruto de su tendencia a hacer del narrador el protagonista de la acción. Se muestra parcial al intentar mostrar que los republicanos están ganando la guerra "porque en una guerra nunca se puede admitir, ni aun para uno mismo, que está perdida", actitud en la que profundiza años después como trasfondo metafísico de El viejo y el mar, en la que la resistencia hasta el límite, nos recuerda de nuevo Villoro, otorga una dignidad que refuta la derrota.
Si Muerte de un miliciano es el gran legado de Capa en la guerra española, será Por quién doblan las campanas (1940) el testimonio de Hemingway, quizá la novela más completa sobre todo el proceso de la contienda. El protagonista, Robert Jordan, es un dinamitero de las Brigadas Internacionales que va conociendo las sangrientas historias de la guerra y comprendiendo de antemano que su intervención será inútil porque la guerra como tragedia colectiva seguirá su inexorable curso. Si Hemingway había esperado casi una década para recrear en Adiós a las armas su experiencia en la Primera Guerra Mundial, la proximidad de Por quién doblan las campanas a los acontecimientos que narra explica la intensidad e inmediatez de su prosa, su sentido de tragedia personal y colectiva. Uno de los episodios más notables de la novela será la recreación del ataque republicano en el puerto de Navacerrada, cubierto gráficamente por Capa y su esposa Gerda trabajando a destajo entre los tanques y los soldados. La novela tuvo gran éxito en Norteamérica y la Paramount no tardó en comprar los derechos para la versión cinematográfica. La revista Life publica un reportaje utilizando muchas de las fotografías de Capa para promocionar la película.
Dos años antes de la publicación de Por quién doblan las campanas, Hemingway fija su residencia en La Habana. Suele ir descalzo por la calle, mal vestido, sin afeitar, haciendo una ronda que termina en La Bodeguita del Medio. Tras la publicación de varios ensayos y alguna otra novela que no había tenido la excelente acogida crítica de las anteriores, Hemingway aún deseaba capturar una gran última pieza: "Su vida estuvo determinada por un sentido, a veces épico, a veces infantil, de la contienda", afirma Villoro en el prólogo a la reedición de El viejo y el mar (1952).
Continúa Villoro: "Hemingway compitió contra todos, pero sobre todo contra sí mismo. Su pasión por los deportes deriva, en buena medida, de su tendencia a medir la intensidad de la vida en un reto verificable. Esta novela de madurez, largamente pensada y pospuesta, tendría que ver, desde el tema, con la necesidad de romper un récord". Santiago, el viejo pescador, cuya barca parece una especie de Rocinante con su vela remendada con sacos de harina, entra en una zona donde puede probar por fin el verdadero alcance de su fuerza, pero donde resulta del todo inútil hacerlo. Ése es el alcance moral de la resistencia de Santiago. Ocurre con él lo mismo que con Jack Barnes o Robert Jordan: las emociones y las ideas se expresan a partir de lo que hacen, se muestra su conciencia a partir de su trato con las cosas. Su condición vital consiste en una lucha contra el azar que termina en derrota, pero se las arreglan para conseguir una especie de victoria moral. Personajes, por otro lado, que dependen casi absolutamente de la exterioridad, lo que explica la facilidad con que el autor conecta con muy diversos tipos de lectores. En 1953 la novela apareció íntegra en la revista Life con una tirada de cinco millones de ejemplares, lo que aún favoreció que como libro se vendiera muy bien: estuvo 26 semanas en la lista de best sellers del New York Times. Ese mismo año recibió el Premio Pulitzer y en 1954, después de dos accidentes de avión consecutivos mientras participaba en un safari africano, el Nobel.
Por aquel entonces, se había convertido en una celebridad de tal calibre que, un poco por azar, era también escritor. Desempeñar el papel de Papá Hemingway empezaba a resultar pesado. Los periódicos y las revistas comenzaron una invasión de su intimidad que acabó por exasperarlo en los últimos años. Es varias veces portada de Life, se exhibe con su bronceado de deportista y la sonrisa de quien vive al aire libre, rechazando el concepto de escritor como intelectual a favor del artista como hombre de acción. Pero la maquinaria de la publicidad —escribe Scott Donaldson— una vez puesta en marcha no se detiene fácilmente, creando un efecto barrocamente distorsionador de una vida y una reputación. Hemingway era el escritor más famoso del mundo cuando se suicida en 1961, "como si el propio siglo xx hubiera llegado a un súbito, violento y prematuro final", se lee en un editorial al día siguiente. Hubo mensajes de condolencia del Kremlin y de la Casa Blanca. Su imagen pública de rasgos duros, ropa deportiva, barba blanca, su reputación como deportista, como pescador, como cazador, como hombre que vivía en constante aventura, atrae al imaginario norteamericano con su tendencia a un antintelectualismo hoy continuado, aunque de forma mucho más reposada, por buena parte de sus escritores.
En Key West aún se celebra un concurso anual de personas que imitan físicamente a Hemingway, cuyo nombre identifica también un estilo de mobiliario en los comedores. Más conocido que leído, a estas alturas lo que importa son sus novelas. Y a sus novelas les pasa lo mismo que a la música de Elvis o al rubio platino de Marylin: siempre vuelven.
Jaime Priede - Letras Libres
http://www.letraslibres.com/index.php?art=9130
Entra en un café de la plaza Saint-Michael, cuelga su gabardina vieja, su sombrero, pide un café con leche, saca su libreta de lomo azul, dos lápices, aspira el olor a fregado y se desea a sí mismo buena suerte. Ante la página en blanco se convence de que lo único que tiene que hacer es escribir una frase verídica, algo que haya observado directamente o que haya oído decir y, a partir de ahí, seguir. Escribe un cuento cuyo argumento transcurre allá en Michigan. Como la mañana es cruda y fría en París, así también en el cuento. Como en el cuento los amigos beben unas copas, le entra la sed y pide un ron de la Martinica. "Nunca escribas sobre un lugar hasta que no estés lejos de él porque ese alejamiento te da mayor perspectiva". Aplica a su cuento una técnica nueva: mostrar sólo una mínima parte de la historia y hacerla depender de una sólida realidad oculta bajo la diáfana superficie. El cuento trata sobre la vuelta de la guerra, pero a la guerra no se la menciona nunca. Creará una escuela en la narrativa norteamericana que llega hasta autores como Raymond Carver o Richard Ford, herederos legítimos de la teoría del iceberg.
En el invierno de 1922, Ernest Hemingway vive una época de incertidumbre al renunciar a su trabajo como corresponsal para dedicarse plenamente a la literatura. Viste un chándal de boxeo, encima una camisa y encima de la camisa un jersey azul de marinero francés. Ha desembarcado meses antes con las cartas de recomendación que Sherwood Anderson le ha escrito para Gertrude Stein, Ezra Pound y Sylvia Beach. Por allí circulan también James Joyce, John Dos Passos, Henry Miller, John Steinbeck, Scott Fitzgerald... Es el París de la bohemia, los cafés de Montparnasse y las buhardillas a la orilla del Sena. Tiempo de libertad a ultranza para los miembros de la llamada Lost Generation, los norteamericanos de entreguerras que se instalan en París para intentar escribir o simplemente beber y realizar un ajuste de cuentas con la vida. Autodidacta y vividor como Henry Miller, Hemingway estaría de acuerdo con él cuando dice que todo lo que no se encuentra en la calle es falso, sucedáneo, es decir, literatura. Al igual que Miller, jamás dejó de entender la escritura como un proceso redentor.
Pero no será con Miller sino con Fitzgerald con quien Hemingway inicie una amistad íntima que, tratándose de dos personalidades tan contrapuestas, se fue enfriando hasta la ruptura total. "Hablo desde la autoridad del fracaso. Ernest habla desde la autoridad del éxito. Nunca podremos volver a sentarnos juntos en una misma mesa". Fitzgerald, siempre fascinado por la byroniana intensidad de Hemingway, se sentía atraído por el hechizo del perdedor, mascullando la idea de que nada tiene más éxito que el fracaso. "Siempre he tenido un estúpido e infantil sentimiento de superioridad ante Scott, como el de un chico duro y resistente que desprecia a otro, más delicado quizá, pero con talento", escribe Hemingway en una carta de 1939. Será Edmund Wilson quien muestre en 1925 al ya entonces famoso Fitzgerald la prosa de Hemingway. Fitzgerald actuaba como una especie de cazatalentos no oficial para la editorial Scribner's y se interesó vivamente por el desconocido Hemingway. Ambos se encontraron ese mismo año en París e iniciaron una amistad cuyas luces y sombras analiza detalladamente Scott Donaldson en Hemingway contra Fitzgerald, acertado símil pugilístico para revisar la complejidad de una relación basada en la escasa autoestima de Fitzgerald, que admiraba en Hemingway la versión idealizada de la clase de hombre que él nunca pudo ser, y en la pulsión de dominar y gobernar a los demás que sentía Hemingway. Fitzgerald, autor de notables novelas como A este lado del paraíso o Suave es la noche, oscurecidas por el enorme éxito de El gran Gatsby, es también, in absentia, el protagonista de Querido Scott, querida Zelda, que recopila las cartas escritas por su esposa Zelda Sayre, internada en varios centros psiquiátricos de Suiza y Francia tras su colapso mental en 1930. Zelda y Scott formaron la pareja icono de los felices años veinte y de la generación del jazz. Luego, todo se les complica. Su relación, tripas al aire en su correspondencia privada, será el catalizador más importante y el tema principal de la ficción de ambos (Zelda es autora de una novela autobiográfica titulada Save me the Waltz). "Todos los escritores que pretenden reflejar la vida tal como es hacen que las cosas huelan mal, y ése es mi sentido más sensible. Espero que nunca seas un realista, uno de esos que piensan que ser feo es tener fuerza", le escribe Zelda. Nunca se llevó demasiado bien con Hemingway, que la llamaba gavilán ("los gavilanes nunca comparten nada") y la culpaba de gran parte de los problemas de Fitzgerald.
Ernest Hemingway nace en 1899 en Oak Park, Illinois. Una fotografía suya a los cinco años de edad: verano, norte del estado de Michigan, en una pose muy viril con su caña de pescar, traje harapiento y sombrero estilo Huckleberry Finn. Vacaciones en el lago Waloon, contacto con los indios. Sus primeras narraciones evocan el mundo nómada de los indios en esas tierras del norte, la muerte violenta, los animales salvajes. Él mismo abandona su hogar en cuanto puede, en busca de nuevos "bichos y climas". En contraste con los escritores "rostros pálidos", entre los cuales incluye a Henry James, se inserta en la tradición de los "pieles rojas" como Whitman o Twain, que prefieren la vitalidad a las ideas, el bosque a la ciudad, el Oeste al Este.
"Hemingway es el Stendhal de nuestro tiempo", dice Pavese. En ambos la misma sed de riesgo, de aventura, de lo nuevo. A los 18 años, Stendhal cruza voluntariamente los Alpes con las tropas de Napoleón y le acompaña en la invasión de Rusia. Hemingway participa a los 17 años como voluntario en la Primera Guerra Mundial. Devoto de los safaris en África, aficionado a la pesca de altura, practicante de deportes como el rugby, el boxeo o el esquí, comparte con el novelista francés la apuesta por un realismo sobrio y tajante, un verismo casi autobiográfico y una obsesión por la búsqueda de la mayor objetividad expresiva. Hemingway se reafirma en su intento de reducir la realidad a un esquema conciso de palabras elementales leyendo a los rusos del xix y escudriñando los cuadros de Cézanne en el Museo del Luxemburgo, aprendizaje que culmina posteriormente en el Museo del Prado con la pintura de Goya. "Escribir sobre un paisaje para que esté ahí como Cézanne había hecho con la pintura", se dice Hemingway, tratando de crear una atmósfera con una simple insinuación, con una palabra, con un gesto, tal como observa también en Los desastres de la guerra o en Tauromaquia. La sacudida vital que supuso para Hemingway el descubrimiento de España y el mundo de los toros lo encuentra plasmado y crispado en Goya. De ambos maestros aprende a ver, captar y observar, lección que completan los consejos de Ezra Pound, con quien jugaba al tenis y boxeaba frecuentemente. Pound aplica su certera mirada de editor a la prosa manuscrita de Hemingway y le devuelve el texto subrayado y depurado de adjetivos, hasta convertirlo en un antecedente del objetivismo en la novela.
"Si hay algo típico en los escritores y la literatura norteamericana contemporánea, es que cuando intentamos imaginar a nuestros antepasados literarios y encontrar la conexión crucial con Irving y Hawthorne, Melville o Twain, no lo hacemos para crear a imitación de ellos, sino para encontrar aliento en individuos como nosotros mismos: mujeres y hombres cercanos a la vida, con pocas ideas preconcebidas, que experimentaron lo cotidiano más como un conjunto de sensaciones impredecibles que como una suma de certezas demostrables", afirma Richard Ford. La literatura y la cultura no son categorías absolutas para el escritor norteamericano del siglo xx, sino nociones para inventar de nuevo a través de un proceso de revalorización. En este sentido, el nombre de Ernest Hemingway adquiere resonancias fundacionales junto a los de Sherwood Anderson o William Faulkner. Y será Hemingway quien imprima a la narrativa norteamericana dos características que luego serían permanentes: la concisión y la objetividad. Bajo la premisa de Stendhal: "ver lo que es", se mostrará siempre fiel a una regla de oro: no escribir sino de aquello que se sepa por experiencia. De ahí que se forje una imagen de escritor al que le gusta competir deportivamente y bajar a las trincheras. "Crea el icono del escritor simpático y juerguista, accesible a los temas comunes pero no dispuesto a la reflexión intelectual", escribe Juan Villoro en el prólogo a Fiesta (1925), primera de sus novelas reeditadas por Debate.
Hemingway pretende hacer de la escritura una actividad física que transmita un "golpe" y deje a la vez una sensación de cansancio y vacío. Que la escritura tenga que ver tanto con el cuerpo como con la mente. Cuando escribe, quiere sentir vibrando el "mismo motor" que impulsa el acto sexual. "Su lenguaje es fibroso y atlético, coloquial y fresco, duro y claro. La prosa parece un ser orgánico por sí misma", se dice en una reseña de la época. Las corridas de toros que descubrió en los sanfermines de 1923 (y a los que siguió acudiendo hasta los años cincuenta, a veces del brazo de otros mitos vivientes como Ava Gardner o Lauren Bacall) resultaron ser una escuela práctica de composición literaria basada en la adecuación de norma y disciplina, distribución y estética, método violento y pausado, vertiginoso y gradual. Escribe el periodista colombiano Antonio Caballero en Los siete pilares del toreo: "El toreo es, sobre todo, proporción. El problema es que es un arte muy fugaz, pasajero, que sólo existe en el momento". También la prosa de Hemingway, al recrear una acción física y rítmica en el presente, es una liberación del pasado y de la memoria, una exaltación del momento. Prosa extática que surge de un ahora perpetuo. Confiesa aprender de Gertrude Stein "los maravillosos ritmos de la prosa". Utilizando un inglés elemental, enfatiza la repetición de palabras y frases en una cadencia rítmica, repetitiva, una secuencia regular y monótona de frases cortas, de estilo muy cercano a las doctrinas del imaginismo.
Será precisamente Miss Stein quien le recomiende llevar cuadernos de notas en los bolsillos para anotar ideas y frases "con las que busca adecuar el flujo de su conciencia a su percepción del entorno, es decir, encontrar datos objetivos que se correspondieran con lo que sentía", de nuevo en palabras de Villoro. Algo tienen que ver en ello sus inicios como cronista en el Kansas City Star. En el libro de estilo de este periódico ya se hace hincapié en la utilización de frases muy cortas, la sencillez del idioma: "escribe siempre cerca del punto final". Hemingway inicia su carrera periodística como cronista de sucesos locales, pero pronto deja el periódico para embarcarse como voluntario en la Primera Guerra Mundial. No le aceptan en el ejército por tener un defecto en el ojo izquierdo, consecuencia de un puñetazo en una pelea, y consigue un puesto como conductor de ambulancias. Un mal día, mientras repartía tabaco y chocolatinas entre los soldados del frente de Fossalta, la granada de un mortero le manda al hospital con múltiples fragmentos de metralla en las dos piernas. Y será en el hospital donde viva los momentos más intensos de su corta carrera militar, material sensible que luego utilizaría en Adiós a las armas (1929), cuya versión cinematográfica con Gary Cooper y Jennifer Jones no fue precisamente de su agrado por "demasiado romántica".
Casi treinta años después de la publicación de Adiós a las armas, en el sótano debajo de las cocinas del Hotel Ritz de París se encuentran por casualidad unos baúles viejos con manuscritos mohosos: los cuadernos de notas que Gertrude Stein aconsejaba llevar consigo a Hemingway. El descubrimiento le anima a pasar a limpio aquellas notas sobre los primeros años en París. Comienza a reunir el material para un libro en 1957, de regreso a Finca Vigía, en La Habana, donde vivía desde 1937, entre caídas en un alcoholismo galopante y las frecuentes depresiones que sufrió en los últimos años de su vida. Así nace París era una fiesta (1964), volumen de vocación fragmentada, cuya desconexión viene atenuada por el hilo conductor de una voz narrativa que, entre otras cosas, realiza un elogio de los beneficios que reporta el hambre "al artista que trabaja en serio", en la línea de su admirado Knut Hamsum en Hambre o su amigo Miller. Hemingway recuerda en París era una fiesta sus inicios literarios en los cafés del Barrio Latino y sus contactos con los miembros de la Lost Generation, desplegando una imagen idealizada que intentaba proyectar y vivir: un escritor creado a sí mismo, que no debe nada a nadie y que no quiere ser contaminado por ninguna debilidad, lo que le llevaría a romper sus relaciones literarias a menudo con excesiva crueldad, caso de Anderson, Stein o el propio Fitzgerald.
Hemingway necesitaba historias que contar y será Miss Stein quien le recomiende los sanfermines. Ambas experiencias, París y Pamplona, se plasman en Fiesta como contraste entre el mundo instintivo y el racional. En la primera parte, manifiesta su desprecio hacia los americanos que se dedicaban a no hacer nada en los cafés de Montparnasse: "La esencia de Greenwich Village ha sido recogida y vertida sobre la Rotonde", anota en otra ocasión. Casi todos eran unos "holgazanes" que fingían ser artistas y que "en vez de trabajar de verdad se dedicaban a envanecerse de lo que querían hacer y a criticar lo que hacían los que conseguían cierto renombre". Pero Fiesta es también la historia de un amor imposible debido a las secuelas físicas que una herida de guerra le deja a su protagonista, Jack Barnes. La desgana que rodea a los personajes en París se transforma en los sanfermines en una euforia que los redime por medio de una religiosidad sensorial fundida con la naturaleza. Hemingway escribe Fiesta un año después de la Feria de 1924, tras descubrir, al igual que Jack Barnes, que las corridas de toros eran el único vehículo que le permitía integrar su pasado con su presente y fundir así su vida con su escritura: "En el ritual de la corrida no se aprende sólo valor, sensación vital del riesgo y del peligro, sino un dominio del sentimiento y de la inteligencia sobre los elementos del espectáculo", lección que se traslada al arte como proporción y a su vez liberación de los sentidos. Con su boina vasca, su cazadora, sus botas y su petaca de whisky, levanta una epifanía española centrada en la trascendencia, el mito y el simbolismo de las corridas, "siendo determinantes para su cosmovisión Goya, Quevedo y el anarquizante romanticismo individualista de Baroja", afirma Carlos G. Resgosa en su libro Hemingway desde España. No obstante, la visión que nos muestra de España no deja de ser demasiado racial, subrayando marcadamente ese carácter "diferente" en la línea de la Carmen de Mèrimée. Eso sí, con una buena dosis de observación directa y realismo que le llevan a describir las corridas de toros con la inmediatez de un corresponsal de guerra que se sabe transmitiendo una realidad inaudita, insólita.
"La Guerra Civil española fue la época más feliz de nuestras vidas. Éramos realmente felices entonces porque cuando moría gente parecía que su muerte estaba justificada y era importante. Porque morían por algo en lo que creían y que iba a hacerse realidad", escribe Hemingway en 1940, cita que recoge Alex Kershaw en Sangre y champán, biografía y recreación de la época del fotógrafo Robert Capa. Al igual que Hemingway, Capa, de quien se dice que fue el primer fotógrafo que hizo parecer glamoroso el periodismo gráfico, elige un tipo de vida que necesita constantemente de cosas nuevas para reafirmarse, sobre todo cualquier aventura que entrañe un poco de peligro: "Si una foto no es lo suficientemente buena es porque no te has acercado lo suficiente", acostumbraba a decir este reportero de guerra que salta a la fama durante la Guerra Civil española por su controvertida foto Muerte de un miliciano. Capa llega a España en 1933 procedente de París y Hemingway realiza cuatro viajes durante los años 1937 y 1938 para observar de primera mano la situación. Autor de éxito tras la publicación de Fiesta y Adiós a las armas, trabaja como corresponsal de guerra y colabora en el filme de Jonis Ivens La tierra española para animar a sus compatriotas norteamericanos en la lucha contra el fascismo. Si bien durante la realización del filme choca frontalmente con otro peso pesado como Orson Welles, dos hombres con mucho en común pero que difícilmente podían compartir el mismo espacio, no esconde su simpatía por Capa al postular ambos una filosofía vital en la que la guerra se vive como una descarga de adrenalina sumamente adictiva, un asunto de preocupaciones sólo viscerales e instintivas. Dice Capa: "En la guerra sólo el presente, el momento ocupa la cabeza de un hombre", aspecto que define la intensa concentración del presente propia de la narrativa de Hemingway. Le escribe a Fitzgerald en 1925: "La razón por la que tanto te irrita haberte perdido la guerra se debe a que la guerra es el mejor tema de todos: en la guerra hay cantidad de material, la acción es rápida y te encuentras toda clase de asuntos literarios, que de lo contrario, en una situación normal, tardarías una vida entera en conseguir".
Capa y Hemingway se hospedan en el Hotel Florida de Madrid, cuartel general de intelectuales como Malraux, Saint-Exupéry, Neruda y Orwell, entre otros. Por las noches, entre copa y copa, comparan la vida aletargada que habían llevado en París con la intensidad de cada instante vivido en España. Las crónicas que escribe luego Hemingway tienen un aspecto perturbador, fruto de su tendencia a hacer del narrador el protagonista de la acción. Se muestra parcial al intentar mostrar que los republicanos están ganando la guerra "porque en una guerra nunca se puede admitir, ni aun para uno mismo, que está perdida", actitud en la que profundiza años después como trasfondo metafísico de El viejo y el mar, en la que la resistencia hasta el límite, nos recuerda de nuevo Villoro, otorga una dignidad que refuta la derrota.
Si Muerte de un miliciano es el gran legado de Capa en la guerra española, será Por quién doblan las campanas (1940) el testimonio de Hemingway, quizá la novela más completa sobre todo el proceso de la contienda. El protagonista, Robert Jordan, es un dinamitero de las Brigadas Internacionales que va conociendo las sangrientas historias de la guerra y comprendiendo de antemano que su intervención será inútil porque la guerra como tragedia colectiva seguirá su inexorable curso. Si Hemingway había esperado casi una década para recrear en Adiós a las armas su experiencia en la Primera Guerra Mundial, la proximidad de Por quién doblan las campanas a los acontecimientos que narra explica la intensidad e inmediatez de su prosa, su sentido de tragedia personal y colectiva. Uno de los episodios más notables de la novela será la recreación del ataque republicano en el puerto de Navacerrada, cubierto gráficamente por Capa y su esposa Gerda trabajando a destajo entre los tanques y los soldados. La novela tuvo gran éxito en Norteamérica y la Paramount no tardó en comprar los derechos para la versión cinematográfica. La revista Life publica un reportaje utilizando muchas de las fotografías de Capa para promocionar la película.
Dos años antes de la publicación de Por quién doblan las campanas, Hemingway fija su residencia en La Habana. Suele ir descalzo por la calle, mal vestido, sin afeitar, haciendo una ronda que termina en La Bodeguita del Medio. Tras la publicación de varios ensayos y alguna otra novela que no había tenido la excelente acogida crítica de las anteriores, Hemingway aún deseaba capturar una gran última pieza: "Su vida estuvo determinada por un sentido, a veces épico, a veces infantil, de la contienda", afirma Villoro en el prólogo a la reedición de El viejo y el mar (1952).
Continúa Villoro: "Hemingway compitió contra todos, pero sobre todo contra sí mismo. Su pasión por los deportes deriva, en buena medida, de su tendencia a medir la intensidad de la vida en un reto verificable. Esta novela de madurez, largamente pensada y pospuesta, tendría que ver, desde el tema, con la necesidad de romper un récord". Santiago, el viejo pescador, cuya barca parece una especie de Rocinante con su vela remendada con sacos de harina, entra en una zona donde puede probar por fin el verdadero alcance de su fuerza, pero donde resulta del todo inútil hacerlo. Ése es el alcance moral de la resistencia de Santiago. Ocurre con él lo mismo que con Jack Barnes o Robert Jordan: las emociones y las ideas se expresan a partir de lo que hacen, se muestra su conciencia a partir de su trato con las cosas. Su condición vital consiste en una lucha contra el azar que termina en derrota, pero se las arreglan para conseguir una especie de victoria moral. Personajes, por otro lado, que dependen casi absolutamente de la exterioridad, lo que explica la facilidad con que el autor conecta con muy diversos tipos de lectores. En 1953 la novela apareció íntegra en la revista Life con una tirada de cinco millones de ejemplares, lo que aún favoreció que como libro se vendiera muy bien: estuvo 26 semanas en la lista de best sellers del New York Times. Ese mismo año recibió el Premio Pulitzer y en 1954, después de dos accidentes de avión consecutivos mientras participaba en un safari africano, el Nobel.
Por aquel entonces, se había convertido en una celebridad de tal calibre que, un poco por azar, era también escritor. Desempeñar el papel de Papá Hemingway empezaba a resultar pesado. Los periódicos y las revistas comenzaron una invasión de su intimidad que acabó por exasperarlo en los últimos años. Es varias veces portada de Life, se exhibe con su bronceado de deportista y la sonrisa de quien vive al aire libre, rechazando el concepto de escritor como intelectual a favor del artista como hombre de acción. Pero la maquinaria de la publicidad —escribe Scott Donaldson— una vez puesta en marcha no se detiene fácilmente, creando un efecto barrocamente distorsionador de una vida y una reputación. Hemingway era el escritor más famoso del mundo cuando se suicida en 1961, "como si el propio siglo xx hubiera llegado a un súbito, violento y prematuro final", se lee en un editorial al día siguiente. Hubo mensajes de condolencia del Kremlin y de la Casa Blanca. Su imagen pública de rasgos duros, ropa deportiva, barba blanca, su reputación como deportista, como pescador, como cazador, como hombre que vivía en constante aventura, atrae al imaginario norteamericano con su tendencia a un antintelectualismo hoy continuado, aunque de forma mucho más reposada, por buena parte de sus escritores.
En Key West aún se celebra un concurso anual de personas que imitan físicamente a Hemingway, cuyo nombre identifica también un estilo de mobiliario en los comedores. Más conocido que leído, a estas alturas lo que importa son sus novelas. Y a sus novelas les pasa lo mismo que a la música de Elvis o al rubio platino de Marylin: siempre vuelven.
Jaime Priede - Letras Libres
http://www.letraslibres.com/index.php?art=9130
Suscribirse a:
Entradas (Atom)