lunes, 21 de mayo de 2012

Retrato de Buñuel - Carlos Fuentes

Adelanto del libro 'Personas', de Carlos Fuentes, y próximo a publicarse

El "Buñueloni" consiste en mitad ginebra, un cuarto de cárpano y un cuarto de martini dulce.

Buñuel me lo ofrecía cada vez que le visitaba en su casa de la calle de Félix Cuevas, en la Ciudad de México, los viernes de cuatro a siete, cuando Buñuel estaba en mi país. La casa no se distinguía demasiado de las demás de la Colonia Del Valle. Buñuel había coronado los muros exteriores de vidrio roto, "para impedir que entren los ladrones".

No que hubiese mucho qué robar en la casa de Buñuel. Rodeada de espacios que no llegaban a ser jardín, la casa misma (colonial-moderna, México-Califórnica) tenía en el vestíbulo de entrada el retrato de Buñuel por Salvador Dalí, hecho en 1930.

-Es un buen retrato -comentaba Luis.

El bar era el lugar preferido.

-Empiezo a beber a las once de la mañana -dice sin más, ofreciéndome el "Buñueloni".

Hay libreros en el bar. En primer término, gruesas guías telefónicas de diversas ciudades del mundo. Una tarde, esperando a Buñuel, me atrevo a mirar atrás de los libros de teléfono. No me asombra lo que encuentro. El egoísta, de Meredith, Cumbres Borrascosas, de Brontë, Tess D'Uberviles y Jude el Oscuro, ambas de Thomas Hardy. Lo confiesa Luis: son las novelas que le hubiese gustado filmar. Llevó a la pantalla, sí, Cumbres Borrascosas con un error de reparto y de acentos: Irasema Dillian es Cathy con acento polaco, Jorge Mistral habla como andaluz en el Heathcliff buñuelesco y los actores mexicanos (Lilia Prado, Ernesto Alonso) no desdeñan el sonsonete de su parroquia. Buñuel no pudo realizar la película en Francia, como hubiese deseado, en los años 30. La filmó en México en 1954 con un solo propósito: la música del "Tristán", de Wagner, como comentario, superior lo oído a lo visto.

No volvió a usar temas musicales. En el cine de Buñuel sólo se escucha, además del diálogo, lo que dicen los animales, los bosques, las puertas, las pisadas y los tambores de Calanda. Él me confiesa que le hubiese gustado realizar El Monje, de Lewis, y fracasó un proyecto fascinante: The Loved Ones (Los seres amados) de Evelyn Waugh, con Alec Guinness y Marilyn Monroe. Nos queda imaginar lo que hubiese sido el matrimonio de la sátira británica y el surrealismo español. Donde Waugh se ríe con amargura, Buñuel se hubiese distanciado con ironía. La muerte inglesa es el fin de la vida, la muerte en Buñuel es otra forma de vivir.

Hay primeras ediciones firmadas de los escritores surrealistas, sobre todo un volumen de fantasías germánicas de Max Ernst, que Luis me obsequia. Hay más proyectos archivados, sobre todo un guión para Bajo el Volcán, de Lowry, en el cual colaboré y que anunciaba un gran reparto: Jeanne Moreau, Richard Burton y Peter O'Toole. Y Una historia de las herejías del Abbé Migne que le sirvió para filmar "La Vía Láctea" (1970). A veces íbamos juntos al cine. Admiraba la libertad creativa de la "Roma", de Fellini, y le conmovía moralmente "Paths of Glory", de Kubrick. Fuimos a ver -Cristo obliga- "Rey de Reyes", de Nicholas Ray con Jeffrey Hunter y fuimos corridos -ya nos íbamos- del cine cuando el Demonio tienta a Jesús con una visión de domos dorados y brillantes cúpulas en el desierto. Con voz muy alta, Buñuel exclamó:

-¡Le ha ofrecido Disneylandia!

Buñuel: la religión y el cine.

Nació al debutar el siglo XX en Calanda, pequeño pueblo de Aragón, donde la Semana Santa es celebrada a tambor batiente, única, angustiosa "música" que Buñuel admitirá a partir de "Nazarín" (1958). El padre de Luis había sido oficial del ejército español en la colonia de Cuba y cuando Alfredo Guevara, el entonces joven jefe del nuevo cine (el castrista) de Cuba invitó a Buñuel a filmar en La Habana El Acoso, de Alejo Carpentier, el director se negó:

-No puedo. Mi padre fusiló a Martí.

Calanda y Aragón eran la raíz de Buñuel y España se hizo presente, con tambor, incienso, pobreza y soledad, en todas sus obras. Era un creador aragonés. Ni el surrealismo en París ni el exotismo en México pudieron jamás expulsar la mirada española de Luis, mirada de Cervantes, Rojas, Valle-Inclán y Galdós, origen este último de "Nazarín" y "Tristana".

En la residencia de estudiantes de Madrid, el joven Buñuel hizo amistad con Federico García Lorca y Salvador Dalí. Con Lorca perpetró grandes bromas madrileñas, la mayor de todas, disfrazarse ambos de monjas, tomar el tranvía y provocar sexualmente a los espantados (o asombrados) pasajeros. Posan juntos en aeroplanos de feria, se divierten porque Lorca, me dice Buñuel, valía más por su gracia andaluza, su imaginación en la vida diaria, que por su poesía. Aun así, Buñuel, mucho más tarde, quiso filmar La Casa de Bernarda Alba con María Casares, pero los herederos de Lorca lo impidieron.

Con Salvador Dalí había otra forma de hermandad. Buñuel entró al cine francés como ayudante del director Jean Epstein en la adaptación de La Caída de la Casa de Usher de Poe. Epstein reñía a Buñuel:

-¿Cómo se atreve un muchachito principiante como usted a opinar?

Pero al llegar Dalí a París, ambos ingresaron al movimiento surrealista encabezado -como un papado- por André Breton. La foto colectiva del grupo y el cuadro pintado por Max Ernst son alucinantes, pasajeros y acaso conmovedores. Tendrían destino. René Crevel, joven poeta suicida. Robert Desnos moriría en el campo de concentración nazi de Theresien- stadt. Benjamin Péret se exiliaría en México y André Breton en Nueva York. Chirico se volvería conservador y Éluard y Aragón, comunistas. Picasso sería Picasso y Cocteau un gran juglar sin más convicción que Cocteau. Max Ernst proseguiría como artista, gran pintor hasta el final. Dalí y Buñuel harían juntos la película insignia (más que "La sangre de un poeta" de Cocteau) del surrealismo: "Un perro andaluz".

El inconsciente no es conocido: de serlo, sería el consciente. El surrealismo es un hecho personal pero universal. El azar (Breton dixit) es objetivo. El arte está al servicio del misterio, del sueño, de lo irracional. Y más: las contradicciones del ser humano sólo se resuelven en la libertad ejercida contra un sistema social inhumano que es el nuestro.

Buena parte de este ideario surrealista informa las imágenes de "Un perro andaluz". Sin embargo, el significado nunca está lejos de la imagen. Al inicio del film, Buñuel, actor, ve una nube que cubre la luna. Acto seguido, corta por la mitad el ojo de la protagonista, Simone Mareuil, a la cual, de inmediato, veremos protagonizar escenas en un apartamento, en las calles y al cabo en una playa. Pero la escena inicial, original, imprevista, implacable, será constantemente parte de Buñuel. La paradoja del ojo rebanado nos remite al hecho de ver, ver una película y no necesariamente proyectada del film a la pantalla sino de los ojos del creador/ espectador al muro de su casa. Para entrar al arte de Buñuel, hay que volver una y otra vez a esa imagen del ojo rebanado. El ojo verdadero no es el del cine o la pintura. Es el ojo tuyo y mío proyectado en la pared de la imaginación. La película final, el cine que inventamos tú y yo, liberados de comercio, audiencia o duración. Es lo contrario de la "Disneylandia" denunciada por Buñuel una tarde.

"Un perro andaluz" fue financiada con dinero enviado por la madre de Buñuel. La siguiente película Dalí-Buñuel, "L'Age D'Or", contó con el apoyo de la Condesa de Noailles. Pero en medio se coló la separación de los amigos. Dalí se dejó seducir por su ambiciosa rusa Elena Diakonova ("Gala"), mujer hasta entonces de Paul Éluard. Por razones desconocidas, Buñuel intentó ahorcarla en la playa de Cadaqués. Adivinaba, acaso, que Gala desviaría (como sucedió) a Dalí de su destino artístico para convertirlo (como sucedió) en un gran payaso con genio, explotador explotado del mundo artístico y comercial. Avida Dollars, como lo llamaron en el acto los surrealistas.

Solo, Buñuel dirigió una de las películas que dan fama y forma a la cinematografía: "La edad de oro". Profético, Buñuel inicia el film con tomas de los anuncios comerciales que el protagonista (Gaston Modot) encuentra rumbo a la fiesta elegante (todos los hombres de frac, y corbatas blancas) dada por la familia del "objeto de su deseo" (tema constante de Buñuel) Lya Liss. Para llegar a ella, Modot insulta a los invitados de la fiesta, tira de las barbas a los ancianos, mientras Lya, en su soledad, se chupa el dedo y admite a una vaca en su recámara. Cuando al cabo la pareja se une, el amor no acaba de consumarse, todo es prolegómeno erótico, los escorpiones ocupan la pantalla y Cristo emerge de las páginas del Marqués de Sade, repartiendo bendiciones. Es el Duque de Blangis, que sale dando traspiés de una orgía con seis muchachos y seis muchachas, a una de las cuales asesina.

Esta vez el escándalo fue mayúsculo. Miembros del grupo de extrema derecha Les camelots du roi invadieron la sala de cine, arrojaron tinteros a la pantalla y rasgaron a navajazos las obras de Tanguy, Miró, Dalí, en el vestíbulo. El comisario de policía parisino, Chiappe, prohibió la exhibición de "La edad de oro," censura que duró hasta 1966, cuando el heroico Henri Langlois la reestrenó en la cineteca de Chaillot y, por primera vez, la vi.

De vuelta en España, Buñuel filmó "Las Hurdes" (1933), un documental sobre esta región pobre y aislada de España. Se ha dicho que Buñuel exageró la miseria de la región: libertad del artista, la obra permanece como un mito del cine. La propia República Española censuró la película, aunque Buñuel representó al asediado gobierno democrático en París. Al caer la República, Buñuel viajó a Hollywood, contratado por la Warner Bros. Jugó al tenis en la cancha de Chaplin, con el cómico y el cineasta ruso Sergei Einsenstein, pero el trabajo no llegaba: Buñuel debía aprender las reglas del cine norteamericano, pasivamente. Viendo películas de Lilly Damita. Aunque escribió una idea que más tarde se convirtió en "The Beast with Five Fingers" (Robert Florey, 1946) y que el propio Buñuel habría de utilizar en "El ángel exterminador" (1962): una mano sin cuerpo, con vida propia, hace de las suyas.

El paso de Buñuel por Hollywood fue rápido y estéril. Lo esperaba el Museo de Arte Moderno de Nueva York y su departamento de cine, dirigido por Iris Barry. Se le encargó a Buñuel editar la espectacular película de Leni Riefenstahl, "El triunfo de la voluntad", realizada en 1934, sobre las gigantescas manifestaciones nazis en el estadio de Nuremberg.

Ante todo, Buñuel pudo mostrarle la película a dos cineastas: el ya citado Chaplin y René Clair.

Chaplin se tiraba al suelo de la risa cada vez que aparecía Hitler, señalándolo con un dedo y exclamando:

-¡Me imita, me imita!

Clair, en cambio, juzgó que se trataba de una película muy peligrosa porque daba una idea "invencible" del nazismo y de Hitler. Se decidió que el Presidente Roo- sevelt viera la película y diese el veredicto final. FDR coincidió con Clair. La obra de Riefenstahl era cine excelente y propaganda peligrosa. La película fue archivada hasta después de la guerra.

En 1946, Salvador Dalí llegó a Nueva York y fue entrevistado por la prensa. El viejo amigo de Buñuel calificó a éste de anarquista, comunista, ateo, maníaco sexual y otras lindezas. El día que se publicó la entrevista, Buñuel se percató de las miradas esquivas y el embarazo general de sus colegas del MoMA; ese año en que la Guerra Fría entraba al refrigerador. Buñuel presentó su renuncia. Fue aceptada y acto seguido citó a Dalí en el bar del hotel Sherry-Netherland.

Al confrontar a su antiguo camarada, Buñuel le dijo:

-Vine decidido a romperte la cara. Pero al verte, me venció el recuerdo de nuestra vieja amistad. Sólo te diré que eres un hijo de puta.

-¡Pero, Luis! -exclamó Dalí- ¡Si yo sólo quería hacerme publicidad a mí mismo!

La venganza -pospuesta- de Buñuel la cumplió Max Ernst. En una cena en París a fines de los 60, el gran pintor me contó que en el helado mes de febrero de fines de los 40 vio a Dalí admirando una vitrina con obras de Dalí en Cartier de Nueva York. Ernst se acercó, le arrebató a Dalí el bastón, se lo estrelló en la cabeza y exclamó, mientras Dalí rodaba Quinta Avenida abajo:

-¡Es por Buñuel!

El productor Oscar Dancigers (envidia: estuvo casado con Edwige Feuillère) trajo a Buñuel a México. Luis llegó con su mujer, Jeanne, y sus hijos, Juan Luis y Rafael. Dancigers lo puso a dirigir una película, "Gran casino" o "En el viejo Tampico", en la que alternaban las rumbas de Meche Barba, las canciones de Jorge Negrete y los tangos de Libertad Lamarque, esta última verdadera realizadora de la película. Ordenaba las luces, las cámaras, todo a su favor. Sólo en la escena final se hace sentir Buñuel. Libertad y Jorge se besan junto a un pozo de petróleo. Buñuel evita el beso de las estrellas. Jorge, con su chicote, remueve un charco de petróleo.

-Es mierda -me comenta Buñuel.

Luis pudo dirigir un par de comedias dramáticas sin vergüenza y sin relieve. En 1950, al cabo, Dancigers le dio al director la oportunidad. "Los olvidados" es una de las grandes películas de Buñuel y es gran cine tout court. Si su tema y tono son los del neorrealismo italiano, Buñuel introduce un mundo onírico, un malestar cruel en la pobreza, que lo redimen de cualquier sentimentalismo social. El Jaibo (Roberto Cobo) y Don Carmelo (Miguel Inclán, junto con Pedro Armendáriz el mejor actor mexicano) dan un tono de barbarie despiadada y falta de moral intensas a la película. Inclán, además, es un ciego atroz que carga una orquesta a cuestas, explota a los niños, pervierte a los inocentes y al cabo es humillado por El Jaibo y su pandilla.

Digo que Inclán fue, junto con Pedro Armendáriz, el mejor actor del cine mexicano. Nada mejoró a su ciego Don Carmelo en "Los olvidados", aunque la galería, mínima pero intensa, de Inclán (mudo protector de Ninón Sevilla en "Aventurera", salvaje explotador de Del Río y Armendáriz en "María Candelaria", aunque también honesto y sentimental policía en "Salón México") es incomparable. Era yo estudiante en la Escuela de Altos Estudios Internacionales en Ginebra cuando un cineclub local proyectó "La edad de oro" y "Las Hurdes", atribuyéndolas a un cineasta surrealista maldito, muerto durante la guerra de España. Levanté la mano y corregí. Buñuel acababa de ganar la Palma de Oro al mejor director en el festival de Cannes, con "Los olvidados".
Adelanto de "Personas", editado por Alfaguara y de próxima circulación.

Si - Rudyard Kipling

Si puedes conservar la cabeza cuando a tu alrededor
todos la pierden y te echan la culpa;
si puedes confiar en tí mismo cuando los demás dudan de tí,
pero al mismo tiempo tienes en cuenta su duda;
si puedes esperar y no cansarte de la espera,
o siendo engañado por los que te rodean, no pagar con mentiras,
o siendo odiado no dar cabida al odio,
y no obstante no parecer demasiado bueno, ni hablar con demasiada sabiduria...

Si puedes soñar y no dejar que los sueños te dominen;
si puedes pensar y no hacer de los pensamientos tu objetivo;
si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso (desastre)
y tratar a estos dos impostores de la misma manera;
si puedes soportar el escuchar la verdad que has dicho:
tergiversada por bribones para hacer una trampa para los necios,
o contemplar destrozadas las cosas a las que habías dedicado tu vida
y agacharte y reconstruirlas con las herramientas desgastadas...

Si puedes hacer un hato con todos tus triunfos
y arriesgarlo todo de una vez a una sola carta,
y perder, y comenzar de nuevo por el principio
y no dejar de escapar nunca una palabra sobre tu pérdida;
y si puedes obligar a tu corazón, a tus nervios y a tus músculos
a servirte en tu camino mucho después de que hayan perdido su fuerza,
excepto La Voluntad que les dice "!Continuad!".

Si puedes hablar con la multitud y perseverar en la virtud
o caminar entre Reyes y no cambiar tu manera de ser;
si ni los enemigos ni los buenos amigos pueden dañarte,
si todos los hombres cuentan contigo pero ninguno demasiado;
si puedes emplear el inexorable minuto
recorriendo una distancia que valga los sesenta segundos
tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,
y lo que es más, serás un hombre, hijo mío.

jueves, 17 de mayo de 2012

La novena viudad - Geling Yan

-¿Os amabais tú y el padre de tu hijo? ¿Era un amor profundo?
Putao se quedó mirándole y se echo a reír. ¿Qué manera de hablar era aquélla? Sonaba a la letra de una canción.


Fragmento del libro La novena viuda escrito por Geling Yan

jueves, 5 de abril de 2012

El pueblo de los gatos

El joven viajaba solo, a su gusto, con una única maleta como equipaje. No tenía un destino. Se subía al tren, viajaba y, cuando encontraba un lugar que le atraía, se apeaba. Buscaba alojamiento, visitaba el pueblo y permanecía allí cuanto quería. Si se hartaba, volvía a subirse al tren. Así era como pasaba siempre sus vacaciones.

Desde la ventana del tren se veía un hermoso río serpenteante, a lo largo del cual se extendían elegantes colinas verdes. En la falda de aquellas colinas había un pueblecillo en el que se respiraba un ambiente de calma. Tenía un viejo puente de piedra. Aquel paisaje lo cautivó. Allí quizá podría probar deliciosos platos de trucha de arroyo. Cuando el tren se detuvo en la estación, el joven se apeó con su maleta. Ningún otro pasajero se bajó allí. El tren partió inmediatamente después de que se hubiera bajado.

En la estación no había empelados. Debía ser una estación poco transitada. El joven atravesó el puente de piedra y caminó hasta el pueblo. Estaba completamente en silencio. No se veía a nadie. Todos los comercios tenían las persianas bajadas y en el ayuntamiento no había ni un alma. En la recepción del único hotel del pueblo tampoco había nadie. Llamó al timbre, pero nadie acudió. Parecía un pueblo deshabitado. A lo mejor todos estaban echando la siesta. Pero todavía eran las diez y media de la mañana. Demasiado temprano para echar una siesta. O quizá, por algun motivo, la gente había abandonado el pueblo y se había marchado. En cualquier caso, hasta la mañana siguiente no llegaría el próximo tren, así que no le quedaba más remedio que pasar allí la noche. Para matar el tiempo, se paseó por el pueblo sin rumbo fijo.

Pero en realidad aquél era el pueblo de los gatos. Cuando el sol se ponía, numerosos gatos atravesaban el puente de piedra y acudían a la ciudad. Gatos de diferentes tamaños y diferentes especies. Aunque más grandes que un gato normal, segúian siendo gatos. Sorprendido al ver aquello, el joven subió deprisa al campanario que había enmedio del pueblo y se escondió. Como si fuera algo rutinario, los gatos abrieron las persianas de las tiendas, o se sentaron delante de los escritorios del ayuntamiento, y cada uno empezó su trabajo. Al cabo de un rato, un grupo aún más numeroso de gatos atravesó el puente y fue a la ciudad. Unos entraban en los comercios y hacían la compra, iban al ayuntamiento y despachaban papeleo burocrático o comían en el restaurante del hotel. Otros bebían cerveza en las tabernas y cantaban alegres canciones gatunas. Unos tocaban el acordeón y otros bailaban al compás. Al poseer visión nocturna, apenas necesitaban luz, pero gracias a que aquella noche la luna llena iluminaba hasta el último rincón del pueblo, el joven pudo observarlo todo desde lo alto del campanario. Cerca del amanecer, los gatos cerraron las tiendas, ultimaron sus respectivos trabajos y ocupaciones y fueron regresando a su lugar de origen atravesando el puente.

Al amanecer los gatos ya se habían ido y el pueblo se había quedado desierto de nuevo, entonces el joven bajó, se metió en una cama del hotel y durmió todo cuanto quiso. Cuando le entró el hambre, se comió el pan y el pescado que habían sobrado en la cocina del hotel. Luego, cuando a su alrededor todo empezó a oscurecer, volvió a esconderse en lo alto del campanario y observó hasta el albor el compartamiento de los gatos. El tren paraba en la estación antes del mediodía y antes del atardecer. Si se subía en el de la mañana, podría continuar su viaje, y si se subía en el de la tarde, podría regresar al lugar del que procedía. Ningún pasajero se apeaba ni nadie cogía el tren en aquella estación. Y sin embargo el ferrocarril siempre se detenía cumplidamente y partía un minuto después. Por lo tanto, si así lo deseara, podría subirse al tren y abandonar el pueblo de los gatos en cualquier momento. Pero no quiso. Era joven, sentía una profunda curiosidad y estaba lleno de ambición y de ganas de vivir aventuras. Deseaba seguir observando aquel enigmático pueblo de los gatos. Quería saber, si era posible, desde cuándo habían ocupado los gatos aquel pueblo, cómo funcionaba el pueblo y qué demonios hacían ahí aquellos animales. Nadie más, aparte de él, debía haber sido testigo de aquel misterioso espectáculo.

A la tercera noche, se armó cierto revuelo en la plaza que había bajo el campanario. «¿Qué es eso ¿No os huele a humano?», soltó uno de los gatos. «Pues ahora que lo dices, últimamente tengo la impresión de que huele raro», asintió olfateando uno de ellos. «La verdad es que yo también lo he notado», añadió otro. «¡Qué raro! Porque no creo que haya venido ningún ser humano», comentó otro de los gatos. «Si, tienes razón. No es posible que un ser humano haya entrado en el pueblo de los gatos». «Pero no cabe duda de que huele a uno de ellos.»

Los gatos formaron varios grupos e inspeccionaron hasta el último rincón del pueblo, como una patrulla vecinal. Cuando se lo toman en serio, los gatos tienen un olfato excelente. No tardaron mucho en darse cuenta de que el olor procedía de lo alto del campanario. El joven oía cómo sus blandas patas subían ágilmente por las escaleras del campanario. «¡Esto es el fin!», pensó. Los gatos parecían muy excitados y enfadados por el olor a humano. Tenían las uñas grandes y aguzadas y los dientes blancos y afilados. Además, aquel era un pueblo en el que los seres humanos no debían adentrarse. No sabía qué suerte le esperaría cuando lo encontraran, pero no creía que fueran a permitirle irse de allí habiendo descubierto el secreto.

Tres de los gatos subieron hasta el campanario y se pusieron a olfatear. «¡Qué extraño!», dijo uno sacudiendo sus largos bigotes. «Aunque huele a humano, no hay nadie». «¡Sí que es raro», comentó otro. «En todo caso, aquí no hay nadie. Busquemos en otra parte».«¡Esto es de locos!». Movieron extrañados la cabeza y se fueron. Los gatos bajaron las escaleras sin hacer ruido y se esfumaron en medio de la oscuridad nocturna. El joven soltó un suspiro de alivio; a él también le parecía de locos. Los gatos y él habían estado literalmente a un palmo de distancia en un lugar angosto. No habría podido escapárseles. Y sin embargo, parecían no haberlo visto. El joven examinó sus manos. «Las estoy viendo. No me he vuelto invisible. ¡Qué raro! En cualquier caso, por la mañana iré hasta la estación y me marcharé de este pueblo en el primer tren. Quedarme aquí es demasiado peligroso. La suerte no puede durar siempre».

Pero al dia siguiente, el tren de la mañana no se detuvo en la estación. Pasó delante de sus ojos sin disminuir siquiera la velocidad. Lo mismo ocurrió con el tren de la tarde. Se veía al conductor en su asiento y los rostros de los pasajeros al lado de las ventanillas. Pero el tren no dio señales de que fuera a pararse. Era como si la silueta del joven que esperaba el tren no se reflejara en los ojos de la gente. O como si fuera la estación la que no se reflejara. Cuando el tren de la tarde desapareció a lo lejos, a su alrededor se hizo un silencio absoluto, como nunca antes había sentido. Entonces, el sol empezó a ponerrse. «Va siendo hora de que los gatos aparezcan.» El joven supo que se había perdido. «Este no es el pueblo de los gatos», se dio cuenta al fin. Aquel era el lugar en el que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que habían dispuesto para él. Y el tren jamás volvería a detenerse en aquella estación para llevarlo a su mundo de origen.
Este cuento apareció en el libro 1Q84 de Haruki Murakami.

sábado, 17 de marzo de 2012

Jueves - La Oreja de Van Gogh

Si fuera más guapa y un poco más lista
Si fuera especial, si fuera de revista
Tendría el valor de cruzar el vagón
Y preguntarte quién eres.

Te sientas en frente y ni te imaginas
Que llevo por ti mi falda más bonita.
Y al verte lanzar un bostezo al cristal
Se inundan mis pupilas.

De pronto me miras, te miro y suspiras
Yo cierro los ojos, tú apartas la vista
Apenas respiro me hago pequeñita
Y me pongo a temblar

Y así pasan los días, de lunes a viernes
Como las golondrinas del poema de Bécquer
De estación a estación
Enfrente tú y yo
Va y viene el silencio.

De pronto me miras, te miro y suspiras
Yo cierro los ojos, tú apartas la vista
Apenas respiro, me hago pequeñita
Y me pongo a temblar.

Y entonces ocurre, despiertan mis labios
Pronuncian tu nombre tartamudeando.
Supongo que piensas que chica más tonta
Y me quiero morir.

Pero el tiempo se para y te acercas diciendo
Yo no te conozco y ya te echaba de menos.
Cada mañana rechazo el directo
Y elijo este tren.

Y ya estamos llegando, mi vida ha cambiado
Un día especial este once de Marzo.
Me tomas la mano, llegamos a un túnel
Que apaga la luz.

Te encuentro la cara, gracias a mis manos.
Me vuelvo valiente y te beso en los labios.
Dices que me quieres y yo te regalo
El último soplo de mi corazón.