martes, 29 de diciembre de 2009

Song of Myself - Whitman

Yo me celebro y yo me canto,
Y todo cuanto es mío también es tuyo,
Porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca.

Indolente y ocioso convido a mi alma,
Me dejo estar y miro un tallo de hierba de verano.

Mi lengua, cada átomo de mi sangre, hechos con esta tierra, con este aire,
Nacido aquí, de padres de cuyos padres nacieron aquí, lo mismo que sus padres,
Yo ahora, a los treinta y siete años de mi edad y con salud perfecta, comienzo,
Y espero no cesar hasta mi muerte.

Me aparto de las escuelas y de las sectas, las dejo atrás; me sirvieron, no las olvido;
Soy puerto para el bien y para el mal, hablo sin cuidarme de riesgos,
Naturaleza sin freno con elemental energía.

Traducción por Jorge Luis Borges

viernes, 25 de diciembre de 2009

Estas Navidades siniestras - Gabriel García Márquez

Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social.Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios de imaginación familiar. El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las colinas eran más grandes que la virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda, con un pato de peluche más grande que Un león que nadaba en el espejo de la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.

La mistificación empezó con la costumbre de que losjuguetes no los trajeran los Reyes Magos -como sucede en España con toda razón-, sino el niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los adultos. Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión no sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien traía los juguetes, sino también porque hubiera querido seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo. Aquel día como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria- perdía la inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo que todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos en la píldora.

Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noél de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad denieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina. Según la leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó y revivió a varios escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso le proclamaron el patrón de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se volvió institucional en las provincias germanicas del Norte a fines del siglo XVIII, junto con el árbol de losjuguetes. y hace poco más de cien anos pasó a Gran Bretaña y Francia. Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducídos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.

Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados Unidos.


EL PAÍS - Opinión - 24-12-1980

Me besaba mucho - Amado Nervo


Me besaba mucho, como si temiera
irse muy temprano... Su cariño era
inquieto, nervioso. Yo no comprendía
tan febril premura. Mi intención grosera
nunca vio muy lejos
¡Ella presentía!
Ella presentía que era corto el plazo,
que la vela herida por el latigazo
del viento, aguardaba ya..., y en su ansiedad
quería dejarme su alma en cada abrazo,
poner en sus besos una eternidad
.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Viceversa - Mario Benedetti

Tengo miedo de verte
necesidad de verte
esperanza de verte
desazones de verte
o sea
resumiendo
estoy jodido
y radiante
quizá más lo primero
que lo segundo
y también
viceversa.

Primero de Mayo


"El amor es frágil", pensaba, "pero quizás se salven los pedazos, las cosas que asomaron a los labios y que podrían haberse dicho. Las nuevas palabras de amor, la ternura que hemos aprendido, son tesoros que se guardan para el próximo enamorado".

Extracto del libro Cuentos de la Era del Jazz, F. Scott Fitzgerald

sábado, 12 de diciembre de 2009

Amor mío, mi amor, amor hallado - J. Sabines

Amor mío, mi amor, amor hallado
de pronto en la ostra de la muerte.
Quiero comer contigo, estar, amar contigo,
quiero tocarte, verte.

Me lo digo, lo dicen en mi cuerpo
los hilos de mi sangre acostumbrada,
lo dice este dolor y mis zapatos
y mi boca y mi almohada.

Te quiero, amor, amor absurdamente,
tontamente, perdido, iluminado,
soñando rosas e inventando estrellas
y diciéndote adiós yendo a tu lado.

Te quiero desde el poste de la esquina,
desde la alfombra de ese cuarto a solas,
en las sábanas tibias de tu cuerpo
donde se duerme un agua de amapolas.

Cabellera del aire desvelado,
río de noche, platanar oscuro,
colmena ciega, amor desenterrado,
voy a seguir tus pasos hacia arriba,
de tus pies a tu muslo y tu costado.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Pedro Páramo

Emily Dickinson creía que publicar no es parte esencial de¡ destino de un escritor. Juan Rulfo parece compartir ese parecer. Devoto de la lectura, de la soledad y de la escritura de manuscritos, que revisaba, corregía y destruía, no publicó su primer libro -El llano en llamas, 1953- hasta casi cumplidos los cuarenta años. Un terco amigo, Efrén Hernández, le arrancó los originales y los llevó a la imprenta. Esta serie de diecinueve cuentos prefigura de algún modo la novela que lo ha hecho famoso en muchos países y en muchas lenguas. Desde el momento en que el narrador, que busca a Pedro Páramo, su padre, se cruza con un desconocido que le declara que son hermanos y que toda la gente del pueblo se llama Páramo, el lector ya sabe que ha entrado en un texto fantástico, cuyas indefinidas ramificaciones no le es dado prever, pero cuya gravitación ya lo atrapa.

Muy diversos son los análisis que ha ensayado la crítica. Acaso el más legible y el más complejo sea el de Emir Rodríguez Monegal. La historia, la geografía, la política, la técnica de Faulkner y de ciertos escritores rusos y escandinavos, la sociología y el simbolismo, han sido interrogados con afán, pero nadie ha logrado, hasta ahora, destejer el arco iris, para usar la extraña metáfora de John Keats.

Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura.

Por Jorge Luis Borges

jueves, 3 de diciembre de 2009

El libro favorito de Julio Cortázar

Muchos libros pueden impresionarme hoy, pero me basta pensar en mi adolescencia para medir lo que va de ese ayer a este hoy.

Todo libro es un libro y su lector, y cuando el lector es joven e ingenuo, sus lecturas lo invaden con una fuerza que la madurez irá limando más tarde para reemplazarla por otras impresiones sin duda más ricas, pero desprovistas ya de ese aletazo de maravilla, de esa gran ola de pasión que fueron los libros leídos en la juventud.

Por eso no me sorprende que la pregunta me devuelva instantáneamente al recuerdo de los libros que jamás releeré. No los releeré porque si lo hiciera el hombre viejo mataría al hombre nuevo, el crítico al poeta, el analista al ingenuo, y aunque esas muertes ya están cumplidas en tantos otros planos, yo no quisiera vivir si algo de mí no guardara para siempre al niño, al inocente, al gran bobo maravillado. Y ciertos recuerdos lo guardan y lo salvan: algunos libros, algunos amores, algunos atardeceres.

Claro está, hay obras, como La Ilíada, que conserva su magia a toda edad de lectura, y sé que puedo volver a ella sin riesgo de decepción. Pero otros libros se dejan morder tristemente por el tiempo, y si queremos preservar hasta el fin su maravilla no hay que abrirlos una segunda vez; por eso nunca más leeré El hombre que ríe, ahí está en la biblioteca al alcance de la mano que sin embargo no se tenderá hacia él.

¿Por qué El hombre que ríe? Por Víctor Hugo, claro, su genio visionario, su estilo en constante claroscuro, sus golpes de efecto, su retórica sublime y su filosofía de huecas resonancias. Pero si de todas sus novelas prefiero ésta es porque colmó en su día la necesidad de extrañamiento que siempre hubo en mí.No la recuerdo en detalle, pero sé que contenía sombríos paisajes de una Inglaterra feudal y primitiva, horcas en las encrucijadas, un pobre héroe llamado Gwymplaine, desfigurado por mendigos profesionales que lo condenaban a una perpetua, horrible sonrisa. Recuerdo un combate salvaje, cuando el boxeo se libraba a puño limpio y hasta la muerte, una mujer fatal en un marco de castillos macbethianos: sé que Gwymplaine encontraba el amor y la muerte al término de olvidadas aventuras.

Soy incapaz de contar el libro, e incluso este vago resumen estará lleno de errores. Lo que verdaderamente sé es la fascinación que El hombre que ríe pudo infundir a un adolescente, la aceptación apasionada de un mundo más rico y misterioso y terrible que el que me rodeaba entonces.

Me ocurre todavía antes de dormirme, ver un paisaje nocturno por el que avanza un niño desfigurado; en algún momento surgirá la horca con sus espantoso morador. Cuando me duermo, del otro lado de la noche me está ya esperando alguien que sonreirá indulgente después de los fantasmas de la duermevela, pero que nunca, a ningún precio, volverá a leer El hombre que ríe.

Tomado de la revista española Cambio 16 (Nro. 638, 20/02/1984).