Muchos libros pueden impresionarme hoy, pero me basta pensar en mi adolescencia para medir lo que va de ese ayer a este hoy.
Todo libro es un libro y su lector, y cuando el lector es joven e ingenuo, sus lecturas lo invaden con una fuerza que la madurez irá limando más tarde para reemplazarla por otras impresiones sin duda más ricas, pero desprovistas ya de ese aletazo de maravilla, de esa gran ola de pasión que fueron los libros leídos en la juventud.
Por eso no me sorprende que la pregunta me devuelva instantáneamente al recuerdo de los libros que jamás releeré. No los releeré porque si lo hiciera el hombre viejo mataría al hombre nuevo, el crítico al poeta, el analista al ingenuo, y aunque esas muertes ya están cumplidas en tantos otros planos, yo no quisiera vivir si algo de mí no guardara para siempre al niño, al inocente, al gran bobo maravillado. Y ciertos recuerdos lo guardan y lo salvan: algunos libros, algunos amores, algunos atardeceres.
Claro está, hay obras, como La Ilíada, que conserva su magia a toda edad de lectura, y sé que puedo volver a ella sin riesgo de decepción. Pero otros libros se dejan morder tristemente por el tiempo, y si queremos preservar hasta el fin su maravilla no hay que abrirlos una segunda vez; por eso nunca más leeré El hombre que ríe, ahí está en la biblioteca al alcance de la mano que sin embargo no se tenderá hacia él.
¿Por qué El hombre que ríe? Por Víctor Hugo, claro, su genio visionario, su estilo en constante claroscuro, sus golpes de efecto, su retórica sublime y su filosofía de huecas resonancias. Pero si de todas sus novelas prefiero ésta es porque colmó en su día la necesidad de extrañamiento que siempre hubo en mí.No la recuerdo en detalle, pero sé que contenía sombríos paisajes de una Inglaterra feudal y primitiva, horcas en las encrucijadas, un pobre héroe llamado Gwymplaine, desfigurado por mendigos profesionales que lo condenaban a una perpetua, horrible sonrisa. Recuerdo un combate salvaje, cuando el boxeo se libraba a puño limpio y hasta la muerte, una mujer fatal en un marco de castillos macbethianos: sé que Gwymplaine encontraba el amor y la muerte al término de olvidadas aventuras.
Soy incapaz de contar el libro, e incluso este vago resumen estará lleno de errores. Lo que verdaderamente sé es la fascinación que El hombre que ríe pudo infundir a un adolescente, la aceptación apasionada de un mundo más rico y misterioso y terrible que el que me rodeaba entonces.
Me ocurre todavía antes de dormirme, ver un paisaje nocturno por el que avanza un niño desfigurado; en algún momento surgirá la horca con sus espantoso morador. Cuando me duermo, del otro lado de la noche me está ya esperando alguien que sonreirá indulgente después de los fantasmas de la duermevela, pero que nunca, a ningún precio, volverá a leer El hombre que ríe.
Tomado de la revista española Cambio 16 (Nro. 638, 20/02/1984).
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