Los profesores se reunirían en una sala tan pronto sonora la corneta que marcaba el final del primer turno de clases. Pero todavía faltaba un rato. El director sacó entonces un reloj de uno de sus bolsillos, le echó un vistazo, y me dijo que, aunque ya habría tiempo suficiente para informarme con detalle de cuáles serían mis cometidos en la escuela, no quería dejar pasar en ese momento sin comentarme los puntos más importantes. Comenzó entonces una larga y pesada perorata sobre el espíritu de la educación. No había forma de librarme de aquel discurso y, mientras lo escuchaba, me reafirmé en la sensación de que había ido a aterrizar en el lugar equivocado. Pronto me dio por sospechar que no iba a poder cumplir con lo que se esperaba de mí. El director me dijo que tenía que convertirme en un modelo para los estudiantes y que debía, por tanto, comportarme en consonancia. También me dijo que un verdadero pedagogo es aquel que no solo imparte conocimientos sino que ejerce una influencia moral positiva en sus alumnos. Todo aquello era más de lo que razonablemente se podía esperar de alguien tan imprudente como yo. ¿Pensaba realmente el director que un individuo como el que él estaba describiendo aceptaría venir a enseñar a semejante villorrio por cuarenta míseros yenes al mes? Generalmente casi todos los seres humanos actúan de forma similar: si algo les irrita, se quejan o protestan, o inician una pelea. Yo, sin embargo, permanecí callado. Si hacía caso a lo que me estaba diciendo el director, ya me veía abocado a estar todo el día sin poder abrir la boca, y sin poder salir a dar un paseo siquiera. Si este trabajo exigía tantas cualidades, antes de contratarme había debido advertirme. No me gusta mentir, así que no me quedaban muchas salidas. Debía enfrentarme a la situación, aceptar que mi presencia allí se debía a un malentendido, presentar mi dimisión inmediata e irrenunciable y volver a casa. Pero acababa de darle una propina de cinco yenes a los de la posada, todo lo que tenía en la cartera eran nueve yenes y algo suelto. ¡De ninguna forma suficiente para volver a Tokio! ¡Ojalá no hubiera dejado ninguna propina! Me había comportado como un imbécil. Pero incluso con solo nueve yenes, pensé, me las arreglaría para volver a casa. Y aun en el caso de que no pudiera hacerlo, cualquier cosa me parecía mejor que mentir.
-No creo estar a la altura de sus expectativas -le dije-. Debo devolverle el contrato.
El director guiñó entonces los ojos, como saliendo de su letargo de mapache, y me miró en silencio por unos instantes. Luego comenzó a reírse.
-¡Lo que he descrito es únicamente un ideal! Sé que no será capaz de alcanzarlo, aunque se lo proponga. No debe preocuparse.
Extracto del libro Botchan de Natsume Soseki.
No hay comentarios:
Publicar un comentario