Yo fui un chico solitario, apartado de los juegos y de las travesuras que alegran la vida de los niños. Encerrado en mi cuarto, como detrás de una ventana, por las tardes veía pasar la vida. Y ya desde entonces mi salvación provino del arte. Pasaba las horas tirado en el piso, panza abajo, dibujando con las pinturitas que me compraba mi hermano Pancho. Pero imborrable es el recuerdo de mis primeras lecturas. Fue Pepe, “el loco Sábato”, el que luego se escaparía con un circo, el que me inició en la magia infinita de los libros. Él amaba el teatro, siempre andaba buscando un papel, por modesto que fuera, para poder actuar. Y todos sus ahorros iban a la colección Bambalinas que editaba grandes obras de teatro en pequeñas ediciones populares. Allí conocí a Tolstoi, y la tapa del libro, ilustrada con una troika, está indisolublemente unida en mi alma a la gratitud por aquel escritor que tanto enriqueció mi infancia. Para los 12 años yo ya había leído toda aquella colección que incluía autores de sainetes tanto como autores de la gravedad de Ibsen.
Otra posta en la que encontró reposo mi alma angustiada fue, ya en el Colegio Secundario de La Plata, su Biblioteca. Y lo pongo con mayúscula porque fue un Templo para mí, adonde llegué como un verdadero peregrino. El bibliotecario era como el portero del cielo a quien le es dado abrir las puertas de un mundo prodigioso que venía en volúmenes gastados, y hasta rotosos, que yo luego devoraba en la soledad del cuartito donde vivía, alejado de mi familia, en esas oscuras tardes invernales que ahondan vertiginosamente los pensamientos tristes. Así comenzó mi pasión por la literatura, primero a través de los libros de Salgari y de Julio Verne, y luego, porque un libro lleva inexorablemente a otro, a los más grandes de todos los tiempos, a esos que exploran los abismos del corazón del hombre, y lo rescatan, y lo moldean como una fragua.
¡Qué hubiese sido de mí sin los libros! Por la grandeza de los sentimientos, por la actitud desinteresada y utópica ante la vida, me identifiqué, aunque mejor sería decir me enamoré, del Romanticismo alemán, ese movimiento que produjo uno de los grandes momentos de la historia del arte. Y lo hizo paradójicamente cuando la técnica y el capitalismo estaban dando su gran batalla. De nada de lo que hice después, ni de mis luchas ni de las novelas que escribí, ni de mis cuadros ni de los valores que sustentaron mi vida, están ausentes aquellos creadores que forjaron mi alma. Los Bandidos de Schiller, Hölderlin, Oscar Wilde, Baudelaire, Kafka, London, Goethe y Rousseau. Con el tiempo descubrí a los nórdicos, Ibsen, Stringberg, y a los trágicos rusos que tanto me influyeron: Dostoievski, Tolstoi, Gogol; hasta el Mío Cid y el gran Quijote. Obras a las que una vez y otra vuelvo como quien regresa a una tierra añorada en el exilio donde acontecieron hechos fundamentales de su vida.
Como se puede apreciar en las montañas las distintas eras por las que atravesó la tierra, observando sus quebradas, así, los libros que he frecuentado en cada tiempo de mi vida hablan profundamente de lo momentos cruciales por los que atravesé.
Del mismo modo, cuánta ha sido la influencia en la vida de los hombres, en sus sentimientos, de Dickens, de Gorki, Camus, Miguel Hernández, Pavese y Dostoievski, gran profeta, a quien nada menos que Kierkegaard y Freud nombran como su predecesor. Y qué decir de los libros sagrados como el Corán o la Biblia, que han merecido hasta el sacrificio de la vida.
Porque leer no es un pasatiempo; la lectura verdadera es una re-creación. El libro tiene una vida que le da su autor y otra que va naciendo en el encuentro con el alma de cada lector.
Santos Lugares, diciembre 1999
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