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GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Esta vez parece ser verdad: Ernest Hemingway ha muerto. La noticia ha conmovido, en lugares opuestos y apartados del mundo, a sus mozos de café, a sus guías de cazadores, a sus aprendices de torero, a sus choferes de taxi, a unos cuantos boxeadores venidos a menos y a algún pistolero retirado.
Mientras tanto, en el pueblo de Ketchum, Idaho, la muerte del buen vecino ha sido apenas un doloroso incidente local. El cadáver permaneció seis días en cámara ardiente, no para que se le rindieran honores militares, sino en espera de alguien que estaba cazando leones en Africa. El cuerpo no permanecerá expuesto a las aves de rapiña, junto a los restos de un leopardo congelado en la cumbre de una montaña, sino que reposará tranquilamente en uno de esos cementerios demasiado higiénicos de los Estados Unidos, rodeado de cadáveres amigos. Estas circunstancias, que tanto se parecen a la vida real, obligan a creer esta vez que Hemingway ha muerto de veras, en la tercera tentativa.
Hace cinco años, cuando su avión sufrió un accidente en el África, la muerte no podía ser verdad.
Las comisiones de rescate lo encontraron alegre y medio borracho, en un claro de la selva, a poca distancia del lugar donde merodeaba una familia de elefantes. La propia obra de Hemingway, cuyos héroes no tenían derecho a morir antes de padecer durante cierto tiempo la amargura de la victoria, había descalificado de antemano aquella clase de muerte, más bien del cine que de la vida.
En cambio, ahora, el escritor de 62 años, que en la pasada primavera estuvo dos veces en el hospital tratándose una enfermedad de viejo, fue hallado muerto en su habitación con la cabeza destrozada por una bala de escopeta de matar tigres. En favor de la hipótesis de suicidio hay un argumento técnico: su experiencia en el manejo de las armas descarta la posibilidad de un accidente. En contra, hay un solo argumento literario: Hemingway no parecía pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan. En sus cuentos y novelas, el suicidio era una cobardía, y sus personajes eran heroicos solamente en función de su temeridad y su valor físico. Pero, de todos modos, el enigma de la muerte de Hemingway es puramente circunstancial, porque esta vez las cosas ocurrieron al derecho: el escritor murió como el más corriente de sus personajes, y principalmente para sus propios personajes.
En contraste con el dolor sincero de los boxeadores, se ha destacado en estos días la incertidumbre de los críticos literarios. La pregunta central es hasta qué punto Hemingway fue un grande escritor, y en qué grado merece un laurel que a él mismo le pareció una simple anécdota, una circunstancia episódica en la vida de un hombre.
En realidad, Hemingway sólo fue un testigo ávido, más que de la naturaleza humana de la acción individual. Su héroe surgía en cualquier lugar del mundo, en cualquier situación y en cualquier nivel de la escala social en que fuera necesario luchar encarnizadamente no tanto para sobrevivir cuanto para alcanzar la victoria. Y luego, la victoria era apenas un estado superior del cansancio físico y de la incertidumbre moral.
Sin embargo, en el universo de Hemingway la victoria no estaba destinada al más fuerte, sino al más sabio, con una sabiduría aprendida de la experiencia. En ese sentido era un idealista. Pocas veces, en su extensa obra, surgió una circunstancia en que la fuerza bruta prevaleciera contra el conocimiento. El pez chico, si era más sabio, podía comerse al grande. El cazador no vencía al león porque estuviera armado de una escopeta, sino porque conocía minuciosamente los secretos de su oficio, y por lo menos en dos ocasiones el león conoció mejor los secretos del suyo. En El viejo y el mar -el relato que parece ser una síntesis de los defectos y virtudes del autor- un pescador solitario, agotado y perseguido por la mala suerte logró vencer al pez más grande del mundo en una contienda que era más de inteligencia que de fortaleza.
El tiempo demostrará también que Hemingway, como escritor menor, se comerá a muchos escritores grandes, por su conocimiento de los motivos de los hombres y los secretos de su oficio. Alguna vez, en una entrevista de prensa, hizo la mejor definición de su obra al compararla con el iceberg de la gigantesca mole de hielo que flota en la superficie: es apenas un octavo del volumen total y es inexpugnable gracias a los siete octavos que la sustentan bajo el agua.
La trascendencia de Hemingway está sustentada precisamente en la oculta sabiduría que sostiene a flote una obra objetiva, de estructura directa y simple, y a veces escueta inclusive en su dramatismo.
Hemingway sólo contó lo visto por sus propios ojos, lo gozado y padecido por su experiencia, que era, al fin y al cabo, lo único en que podía creer. Su vida fue un continuo y arriesgado aprendizaje de su oficio, en el que fue honesto hasta el límite de la exageración: habría que preguntarse cuántas veces estuvo en peligro la propia vida del escritor, para que fuera válido un simple gesto de su personaje.
En ese sentido, Hemingway no fue nada más, pero tampoco nada menos, de lo que quiso ser: un hombre que estuvo completamente vivo en cada acto de su vida. Su destino, en cierto modo, ha sido el de sus héroes, que sólo tuvieron una validez momentánea en cualquier lugar de la Tierra, y que fueron eternos por la fidelidad de quienes los quisieron. Ésa es, tal vez, la dimensión más exacta de Hemingway. Probablemente, éste no sea el final de alguien, sino el principio de nadie en la historia de la literatura universal. Pero es el legado natural de un espléndido ejemplar humano, de un trabajador bueno y extrañamente honrado, que quizá se merezca algo más que un puesto en la gloria internacional.
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