martes, 2 de febrero de 2010

La vida, José Emilio

No amo a mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.

¿Quién se atreve a empezar así un poema de amor a su país? Sólo José Emilio Pacheco. Él que es, como la luna, implacable. José Emilio está hecho de una bondad irónica, de una erudición tímida, de una lucidez despiadada. ¿De qué otro modo puede ser la lucidez? Con todo eso iluminó nuestra conversación cuando por fin pude hablar con él para felicitarlo por el Premio Reina Sofía. Durante la mañana descolgó el teléfono. Temía las entrevistas porque lo apena repetir sus respuestas. No es fácil responder muy distinto a preguntas idénticas, pero lo hizo. Gastará el premio en medicinas. ¡Gran respuesta! Me reí de la contundencia con que habla de su fobia a que le tomen fotos. Años varios tenemos todos, pero él dice tan bien lo que otros no nos atrevemos a decir: como por azar, en las nimiedades, sin miedo en la verdad a secas. Que no le gusta verse viejo. Tiene razón, pero su fulgor no es inasible. Al revés, convoca la parrandera pleitesía de los jóvenes. Pude ver a mis hijos. Nada más divertido que oírlo conversar. Está lleno de anécdotas y de juicios sumarios en contra de sí mismo. Es, como su poesía, lúdico y sabio. Ha dicho con el aire a desdicha que sonríe en sus palabras:

Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
y tres o cuatro ríos.

Este poema drástico de José Emilio es una fiera invitación al propio recuento. Así quiero tomarlo. No amo a mi patria, digo, y ¿qué siento sino una verdad seca como el acero? Y la culpa: es inasible su fulgor abstracto. Pero (aunque suene mal), hay que decirlo, daríamos la vida por algunos lugares.

Diez, dijo José Emilio. ¿Cuántos diríamos otros? Yo por la luz de Cozumel, sin tregua. Por los volcanes palideciendo: inmensos. Por las casas en que duermen los míos, las camas en que mis hijos ven la tele, el comedor desde el que miramos los helechos mientras reconstruimos esto que los periódicos nos dejan en la mesa como una estampa de la patria inhóspita.

Daría la vida por las calles de Puebla, trazadas por el Renacimiento, devastadas por años de rapiña y desamor. La vida por el parque en que camino, el aire que cruzan las palabras con que trenza su historia cierta gente, cuando habla de su mundo y el nuestro.

La vida por la explanada de Ciudad Universitaria y por las escaleras que suben al teatro de Bellas Artes.

La vida si hubiera que salvar la salsa verde, los chiles en nogada, el bacalao que vino de otra patria, el pastel de mi madre, las tortillas saliendo del comal. No puso José Emilio sus comidas. Raro. ¿Cuáles serán la patria de su infancia?

La vida por la vida de los varios amores que me ha dado una ciudad “deshecha, gris, monstruosa”. La vida por el puerto de Veracruz al que fueron mis padres en su viaje de novios, la vida por saber, morbosa y mórbida, cómo le hicieron para enseñarse lo que no sabían.

La vida por el puerto de Acapulco, cuando era limpio y tenía cuatro horizontes. La vida por un pino que arrebata del suelo la enredadera frente a mi ventana, por uno muy chiquito que crece en el jardín plantado por un jardinero tardío, en un arranque de indestructible esperanza.

La vida por las viejas farmacias y las papelerías, por el pan de anís y el pan de agua, por el río Atoyac cuando era posible meter los pies y andar sus piedras, mirando cómo no caerse en su agua transparente.

La vida por el surco que mi sobrina quiere abrir frente al lugar en que guarda un caballo lombriciento que recogió hace cuatro días, la vida por una laguna y por un lago, por el arrecife de corales cerca de Chetumal, por quienes hacen cine.

La vida por los que tienen alma para esperar un autobús a las siete de la noche, la vida, José Emilio, por la fortaleza que puede ser tu casa con Cristina. Y por la fortaleza de los héroes sin libros, de las mujeres que soportaron a los hombres convertidos después en estatuas o discursos.
La vida, sin duda, por la rotonda en el panteón de Dolores, una mañana con pájaros dorándose sobre la tumba de López Velarde.

La vida por la vida en este país al que no amamos, José Emilio.

Ángeles Mastretta. Escritora. Autora de Maridos, Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida.

http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=455

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