martes, 4 de enero de 2011

Un discurso en Estocolmo

Por

Jesús Silva-Herzog Márquez.

(03-Ene-2011).- Quiero hablar del discurso de Vargas Llosa. Transcurrieron 20 años para que se escuchara el español en el salón de la Academia Sueca. Entonces, Octavio Paz empezó su discurso sobre la modernidad pronunciando una palabra ligera: gracias. El discurso de Mario Vargas Llosa en Estocolmo giró alrededor de esa palabra. No se desentendió pronto de la gratitud como una formalidad: bordó sobre ella. Dio gracias a quienes le otorgaron el máximo premio literario, pero ante todo agradeció lo que la literatura le ha dado. Agradeció a quienes le acercaron libros, a quienes lo estimularon a escribirlos, a los maestros que le enseñaron el oficio.

Vargas Llosa expresó de nuevo una convicción: el hombre es un animal que fabula. El hombre no se separa del resto de los animales por la posición del pulgar que le permite transformar cosas en instrumentos. No es tampoco la comunicación que transmite amenazas o sensaciones, sino la palabra que nombra lo inexistente lo que lo hace propiamente humano.

El lenguaje funda la humanidad no porque sea una moneda para describir plantas y montañas, sino porque les inventa leyenda. La civilización es fruto de la fábula. El cuento más antiguo no fue entretenimiento o, más bien, no fue solamente entretenimiento. Fue la conquista de otra mirada: la mirada de la libertad crítica. La imaginación proyecta una luz sobre la realidad. No es el foco que permite ver las cosas tal cual son, sino la lámpara que muestra lo que puede ser. La luz de la mentira.

"Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno". El hombre es el único animal que ve lo que no existe. El mito del fuego es más importante que el fuego.

La literatura es para Vargas Llosa el máximo invento de la humanidad. El artefacto que nos permite destrozar las murallas de la física. Trepado en una novela, el lector es capaz de liberarse de los confinamientos del tiempo y el espacio. De ese modo, la ficción es el gran vehículo del inconformismo. "Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos; más conformistas, menos inquietos e insumisos, y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola".

Toda ficción envuelve una protesta. También, como sugiere el novelista, anhela una fraternidad. "La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Timbuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julien Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez".

El discurso de Estocolmo es reivindicación de una literatura que se inserta en la historia. El moralista no rehúye su tiempo. El camino del escritor se convierte pronto en la senda del liberal. La defensa de la literatura no puede desprenderse de la defensa de la libertad. Denuncia, como lo ha hecho siempre, los crímenes de los fundamentalistas y la fatuidad de los nacionalistas.

La patria no está en los escudos ni en los himnos; no está en las aduanas ni en las estatuas. Está en la calidez de los recuerdos, en la sensación de que hay siempre un hogar a donde regresar. El Perú es Patricia, dijo Vargas Llosa en Estocolmo, con una voz cortada por todas las emociones de una vida. Y al evocar a su mujer, Vargas Llosa nos recuerda esa feliz derrota de la abstracción que es el amor.

La presente columna editorial fue publicada en el periódico El Norte

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